viernes, 23 de noviembre de 2018

TIEMPO Y DINERO, Por María Pía López


Una ex presidenta muestra la casa que fue allanada. Agujerearon, rompieron paredes. Se llevaron objetos. No encontraron nada. Ni el hueco que buscaban. Salpicaron de pozos la Patagonia. Ni el viento detuvo las palas mecánicas. Las máquinas añoraban el pozo propicio, la caja fuerte enterrada, el container pródigo. El juez y la ministra y el fiscal que imaginaron esas escenas sabían que no habría nada. Sólo tenían que poner en escena que estaban convencidos de que sí lo había. Su presunta convicción llama a la de los espectadores furibundos, a los que gritan se robaron todo. Cómo no creerlo si un juez y un fiscal y una ministra rompen casas y perforan amplios territorios para encontrar esa plata. Que no la encuentren solo confirma que en algún (otro) lado el dinero está. Fuerza mágica de la imagen, que se impregna en la retina. Es tan poderoso el convencimiento de la búsqueda que vuelve verdadero su objeto. 

El gobierno aprendió algo y es que las narrativas más simples pueden ser las más eficaces. Que si es arduo comprender la lógica de las operaciones financieras, las lebacs y las offshore, no lo es imaginar bolsas de dólares que se entierran en bóvedas y se revolean en conventos. La temporalidad argentina hoy es la de la corrida. Se fugan capitales, se devalúa la moneda nacional, se escurren los salarios por la alcantarilla inflacionaria, crece el riesgo país. El dinero se licúa. Líquido, derramado, se nos escurre de las manos. O se aleja y nos desposee. La experiencia vital se convierte en esa pelea contra la corrida, o en el jadeo de quien también corre para salvar algo o para salvarse. Respiración jadeante, decía David Viñas, para pensar la novela La Bolsa, sobre otra crisis. Correr, jadear, licuar. Verbos también de nuestra época. Pero no la de los operadores de bolsa, los yuppies que supimos novedad en los noventa. La respiración agitada de las y los laburantes que tienen que parar la olla. Jadeo del vendedor ambulante y de la artista callejera, del fabriquero que corre para llegar a tiempo y no perder el presentismo y de la cajera del super que tiene que evitar que se amontone gente en la cola, pero también de la muchachada de call center y de las maestras desveladas ante el hambre de los pibes. 

El tiempo es el de la corrida y a la vez de la inminencia. Una nube de angustia ocupa el cielo de nuestras ciudades. Eso decía Erdosain, en Los siete locos. Mientras imaginaba una conspiración para hacer algo con esa tristeza tan honda. La de las vidas devaluadas. Uf, de nuevo la economía, cuando quiero hablar de literatura. Corrida y devaluación. Las vidas se licúan. Frente a eso, la materialidad del dinero, que jamás fue material. Por definición, el dinero es una operación, una equivalencia, un signo, un reconocimiento de valor. Más allá del papel. Sin embargo, la temporalidad de la corrida en Argentina lo exige material. Es ir a los bancos a buscar billetes ahí donde hay un número en una cuenta, un saldo. Es invertir en ladrillos, tan contundentes, en vez de plazos fijos. Si esa es la imaginación que brota en el mundo popular ante las crisis (el colchón, la cajita, el terreno), cómo no va a funcionar la idea de que Cristina escondió la plata (nombrada, además, como “un pbi entero”) en un lugar físico. En una casa o en un campo. A la realidad de la corrida se le contrapone el imaginado dinero. Ella lo sabe, por eso muestra la casa. Muestra que no hay bóveda. Muestra que no hay nada tras los escalones. Descubre que la eficacia del relato sobre la presunta corrupción proviene de esos trastos imaginarios, de esos restos literarios y fílmicos, de los tesoros escondidos, de las fábulas infantiles. A más temporalidad de la corrida, más anhelo de existencia física del dinero y más ensueño de que ese dinero que nos falta está en otro lado, escondido, guardado, abovedado.

No alcanza con criticar la falsedad de las denuncias, porque la verosimilitud se asienta en otro lado, en el punto sensible de las creencias: ¿por qué no creer lo que necesito creer para que el mundo parezca más comprensible? ¿Por qué no aceptar el relato que dice que la plata que no está en mis manos, está en otras y debe ser recuperada? ¿Por qué no atenuar mi desdicha con el sufrimiento de otros, convertidos en objeto de linchamiento resentido? La venganza compensa la vivencia de un despojo cotidiano. Todo eso saben el juez farsante, la ministra de las balas y el fiscal de los pozos, y por eso rubrican el proceso. El relato se expande en medios y voceros, que van arrimando maderitas a la hoguera, como ya hicieron con Milagro. Milagro está presa y antes contra ella se montó una denuncia periodística. En el mismo programa que corrió por primera vez el dibujo o la maqueta de una bóveda en la cual Cristina guardaría sus dineros. La operación es clara y la ostensible falsedad de su puesta en escena no es más que lo que garantiza su credibilidad. Y lo que nos vuelve incapaces, incluso, de criticarla. Porque esquiva la razón crítica, nos ata de manos, nos enloquece. Nos obliga a inventar algo que aún no está inventado. Otro tiempo. Otra temporalidad. Estamos urgidos, pero no debe ser a las corridas. El tiempo, como canta Fernando Cabrera, está después.

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