La fe y la política tienen, en última instancia, el mismo objetivo de crear una sociedad en la que todos vivan con iguales derechos y oportunidades y sin antagonismos de clase. Si bien es cierto que las dos se proponen perfeccionar nuestra convivencia social, también pueden servir para dominar, como la fe de los fariseos o la política de los opresores.
La fe es un acto mediante el cual el ser humane se coloca ante el misterio de Dios. La política es la herramienta para la construcción de la sociedad de justicia y libertad. Se guía por algo que no es propio de la fe, como las estrategias de realización del bien común.
La vivencia de la fe es necesariamente política. En el cielo no habrá fe. Se vive la fe en una comunidad políticamente ubicada. Cuando la comunidad religiosa afirma que solo se ocupa de la religión, no sabe lo que dice o miente para encubrir con la fe sus intereses políticos reales. Toda comunidad religiosa aparentemente apolítica no hace sino favorecer la política dominante, aunque sea injusta.
En razón de su fe, Jesús murió asesinado como preso político. Como Jesús, el cristiano debe vivir su fe en el compromiso liberador con los más pobres. Sea cual fuere el modo en que el cristiano vive su compromiso evangélico, este siempre tendrá consecuencias políticas. Puede sacralizar la desigualdad social o favorecer su erradicación.
El Concilio Vaticano II reconoció la autonomía de la política. La puede hacer bien quien no tiene fe. Y no siempre quienes tienen fe hacen política bien hecha. Un ateo puede hacer una política justa, favorable a la mayoría de la población, de la misma manera que hay muchos cristianos corruptos que buscan en la política provechos personales.
Resulta una antinomia hablar de política “cristiana”. La política nunca debe ser confesionalizada. En principio, representa las ansias de creyentes y no creyentes. Debe haber una política justa, democrática, volcada a la mayoría. Y una política así inevitablemente incorporará los valores de la fe, como la liberación de los pobres y la construcción de la sociedad sin desigualdades.
La fe no tiene recetas para resolver administrativamente problemas como la deuda pública, la reforma de la seguridad social o la mejoría del sistema de salud. Eso es tarea de la política. La fe muestra el sentido de la política: dar vida a todos. El modo de hacerlo depende de la política. Si es injusta, muchos se verán privados de las condiciones mínimas para la dignidad y el alcance de la felicidad.
Fe y política son instancias diferentes que se completan en la práctica de la vida. La fe exige participación en una comunidad religiosa para ser cultivada. La política exige participación en las demandas populares y conocimiento de los problemas sociales para ser consecuente.
La política se debe pautar por valores que, en general, coinciden con los valores de las propuestas religiosas, como los derechos de los excluidos, la vida para todos, la compartición de los bienes, el poder como servicio y otros. Sin esos valores, la política se convierte en politiquería, y la corrupción produce la inversión que prioriza lo personal o lo corporativo en detrimento de lo social y lo colectivo.
Eso no significa que la política deba hacerse en nombre de la fe. Debe hacerse en nombre del amor, de la verdad y de la justicia. Lo que importa es el bien común, y no los intereses de determinado segmento religioso. Jesús no vino al mundo a fundar una religión. Vino para que “todos tengan vida y vida en abundancia” (Juan 10,10).
Frei Betto es autor, entre otros libros, de Parábolas de Jesus. Ética e valores universais (Vozes).
www.freibetto.org/> twitter:@freibetto.
Traducción de Esther Perez
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