jueves, 7 de junio de 2018

LA ULTIMA CURDA, Por Josefina Minatta para Vagos y Derecho (Taller Literario)

Solía llegar corriendo, sobre la hora, atropellando a las señoras que paseaban sus perritos por Avenida Rivadavia. Los artistas ingresábamos por la puerta de servicio de calle Rincon, por donde se descarga el café, el azúcar y las hormas de jamón. Subía las escaleritas caracol de roble, me sentaba en un banquito tapizado en pana y desenfundaba. Por cabala, mi bandoneon quedaba allí durante toda la semana. Tal como estaban las cosas, me parecía que sonaba mejor si quedaba custodiado por la mirada atenta de Gardel, sombrero compadrito y sonrisa a medias desde el cuadro central de la pared principal. 

Mi escenario era el altillo abalconado del café, revestido de madera y ángeles de bronce. Se me veía apenas desde las mesas, y tras de mi, una pareja tanguera me acompañaba desde un enorme vitraux con telón de terciopelo. Ellos bailaban con la cadencia de mis notas tristes, siempre las mismas. Sin embargo, solo la pareja de vitraux era capaz de percibir mis variaciones, mis errores, mis tonos mas alegres si aquel anochecer Victoria me había acompañado; mis sones melancólicos, en cambio, si se me daba por extrañar el rio Uruguay, o mi quiebre musical si la cana se había llevado a otro de mis compañeros de orquesta.
 
Desenfundaba, y sin mas, brotaba el tango que me hervía la sangre y se apoderaba de mi cuerpo maltrecho y flacuchon. Era un espacio de breve libertad. Un lujo de época, mi hogar.

El tango brotaba de mis dedos agiles y los clientes giraban la cabeza buscándome. A mi me entretenía observar la variada concurrencia. En las mesitas blancas de cedro y mármol se sucedían personajes insólitos, domingo a domingo. El viudo que iba a leer La Nación, tomar café vienes y matar el tiempo; la parejita de la merienda de las fai o clok, sanguchitos y tortas para ocho; la escritora, esa muchacha del tapado verde ingles que no miraba nuca las fotos de Pichuco y ni de Irigoyen, como hacían todos, ni las mayólicas despampanantes, ni la araña con caireles mas brillosos de la ciudad. Esa muchacha era mi fascinación. Escribía sin parar toda la noche, y al amanecer, cuando empezábamos a apagar las luces, cerraba su cuadernito, pagaba la cuenta, y antes que yo bajara la escalera, se había ido hacia la zona del Congreso, siempre por la misma vereda. Solitaria y final, hasta el próximo domingo gris. 

Mi escenario me hacia cómplice de momentos prohibidos, como cuando vi, escabullidos, ardientes, entre los telones bordó, a dos mozos besándose en la boca como locos; vi entrar a un ex presidente a tomar una leche merengada, vi la noche intelectual debajo de mis pies, pasión y música, la discusión embravecida de aquellos senadores que pidieron wiski y terminaron abrazados y rotos, sangrando contra las flores verdes del calcáreo; vi una actriz llegar en limonsina para vomitar de urgencia, iluminando como una sirena dorada, a su paso taconeante, desequilibrado y hermoso el pasillo de lámparas de bronce de ángeles con caras de demonios. 
Mi trabajo era tocar el bandoneon, pero la verdad, yo los espiaba. Me gustaba imaginar que harían al salir, adivinar que deseaban consumir al llegar.

La chica flaca de los rulos. De ella me gustaba adelantarme y vaticinar qué policial traería. Así, mirándola desde el balcón supe que era fan de Wallander, aunque traía bastante a Poe. Le encantaba el gin tonic con aceitunas. A menudo la veía en el subte, volviendo del Teatro San Martin, tomada de la mano de un antropólogo que había llegado del Líbano. 

A veces venía un contrabandista; yo marcaba los domingos que lo veía, porque sabía que llegaría el momento en que caería y no lo volveríamos a tener acodado ahí, con ese desparpajo seductor, el pelo largo y gris y su cigarro, su voz bien entonada acompañándome en "Sueños de Juventud". 

Algún que otro domingo venia un ex voleibolista, un pibe de la selección de Neuquén que pedía te de tilo y se sentaba junto al inmenso ventanal a ver el afuera. Pasaba el rato mirando la avenida. Solamente interrumpía si algún chiquilín colado buscaba monedas o comida. El les daba siempre unos pesos y su tostado, sacaba unos naipes y les hacia trucos de magia y chistes. Me caía bien porque los chiquilines lo seguían. 


II


Aquella noche la función había sido una fiesta. Yo había llegado temprano. Venía efusivo porque Victoria esperaba un hijo nuestro, me lo había dicho la tarde previa y no lo terminábamos de asimilar, nos habíamos metido en la cama vestidos, con ese frio de principios de junio para abrazarnos y dormir sin decir nada. Nuestro primer hijo. 

El café quedaba lejos pero llegue a pie, subí la escalerita y saque mi bandoneon. Quise empezar con "Por una Cabeza"; lo mire al Zorzal colgado ahi, enfrente mío, no se por que pero le agradecí la delicada suerte, como si fuera un dios o una divinidad pagana.

Empezaron a llegar turistas chinos, alemanes, señoras preciosas recién salidas de los salones de belleza, con tapados brillantes y estolitas de piel. Se oia el parloteo de la gente, el trajín de los mozos, el ruido de la vajilla alborotada en la cocina. Todo me distraía pero no me equivoqué en ninguna nota.

Galvez me arrimó una notita que no miré. Esa noche no hacia falta cortar temprano. Esperábamos un hijo.
 
Toqué sin descansar, me aplaudieron, pidieron bises, el ventanal que daba a Rivadavia me devolvía mi imagen, enaltecida delante del vitraux. Me sentía por primera vez feliz. 


III


Se fueron los últimos mozos, bajaron las luces. Yo terminaba de cerrar el estuche cuando los vimos llegar con las luces azules intermitentes, la ford en que lo cargaron minutos después, a punta de siete u ocho Fal. Yo nunca antes había visto un arma, no alcanzaba a comprender; uno se apareció de golpe junto a mi, diciendo pibe toca, toca o te boleteamos.

Como pude saque otra vez y vi que lo agarraban, gritaban quien es Viñas, quien es el encargado. 

"Soy yo" dijo mi padre mansamente.

No lo dejaron siquiera sacarse la chaqueta blanca. Yo desde arriba vi que lo empujaban, le pegaban en la boca del estomago, la música cesó. Uno de verde me obligó a seguir, macabramente pidió "Mi Buenos Aires Querido". Mi viejo, lo único concretamente vivo de mi sangre, humillado y reducido contra el piso.

En un hilo de voz grité "Soy yo, yo soy Viñas, me buscan a mi, yo soy el encargado, yo soy el bandoneonista, carajo, yo soy el que tocó la serenata contra el règimen".

Gritaba desesperadamente sin voz mientras lloraba. Tocaba del modo mas grosero las melodías mas sublimes.

Al lado de mi pie, con su letra temblorosa, el puño de mi padre en la notita de Galvez decía "Soñè que soy abuelo".

El tipo me apuntaba a la cabeza mientras los demás metían a mi viejo en el baúl, sin abrigo, sin testigos presenciales, esa noche de la helada infernal en que lo vi salir por ultima vez, como tantas madrugadas del Café Los Angelitos, cuando asomaba el sol en la ciudad herida. 




Josefina, 2 de junio 2018

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