Ese día hubo un eclipse rojo de luna. Al abrir el diario vi la luna enorme como un planeta, y la gente en el bar se agolpaba frente a la tele para mirarla. Yo me asomé a la ventana para ver el cielo, pero todo estaba frio y gris. Caía una llovizna continua y tenue. Era uno de esos días aburridos. Yo no sabía qué hacer, qué leer, qué comer, donde ir. El hastío. Algunas veces la lluvia predispone así. Encierra. Y yo quería hacer algo que no se pareciera en nada a esa lluvia criminal que me alejaba de todas las cosas.
Yo mismo me alejaba de todas las cosas.
Fui siempre un ser pequeño, incluso insignificante. Mi presencia siempre pasó inadvertida. Nadie me invitaba a cumpleaños ni reuniones políticas, ni a jugar a las cartas ni a pescar desde la Stella Maris. Cuando iba al río, en verano, estiraba mi toalla en la arena y seguro a los pocos minutos se disculpaba algún turista: “Disculpeme, lo pisé, no lo vi”.
Lo mismo con Pilar, desde hacía años. Yo la veía llegar del super cargada con las bolsas, salir después con los perritos al parque, volver y sacar la bicicleta, llegar cansada y prender las luces, barrer la vereda. Vivía justo enfrente de mi ventana.
Al principio Pilar era una más de las tantas vecinas de la cuadra. Como todas, saludaba formal para no ser descortés, sacaba la basura a las ocho y se amontonaba algunas veces en la esquina, si algo alteraba el suave transcurrir de la calle Jordana.
Lo que la hizo distinta fue que tocara el violín, igual que yo.
Eso me sorprendió. Era una chica preciosa y joven, cuarenta años mas joven, y, sin embargo, quiso venir a tocar algunas obras conmigo.
Lo primero que pasó fue que me vio bajar de un remis, una noche que volvía del cumpleaños de un pariente. Había sacado a pasear a mi violín: Ya nadie se interesa por la música clásica. Como lo llevé lo traje, pero Pilar me vio bajar con él. Yo no encontraba la llave la puerta de entrada y en eso me chistó por la ventana, salió a la vereda en pantuflas de peluche y se metió, así de descarada, en mi casa de solterón antiguo.
Anduvo un rato largo revisando mis libros, las guitarras, mis otros instrumentos. Yo estaba disimuladamente incómodo, nervioso, invadido. Hubiera querido que no se fuera nunca. Era la medianoche y ella tenía una fiesta en la playa.
Cuando cerró la puerta tras de si corrí al espejo. Pero qué iba a venir por mí. Me vi canoso y desganado. Ella era en cambio una tormenta de alegría. Tomé el violín y me arrimé un banquito para ver en el espejo lo que ella había visto. El reflejo me amargó. Después esperé verla salir para su fiesta, de zapatillas bajas y jeans rotos, con una caravana de gurisas que escuchaban cumbia.
Pasaron varios días, eternos días hasta volver a verla. Por las dudas había comprado un vino y un perfume, ordenado la casa y afinado las cuerdas. Ella igual no aparecía.
Fue una siesta en la plaza. Había un desfile patrio y ella me tapó los ojos y me dijo adiviná quien soy. Me hice el bobo, aunque nadie mas podía ser que ella. En un rato me cruzo y tocamos un ratito, me puso sobre aviso.
Esa fue la primera vez que vino, y después hubo otras tardes. Ella llegaba, sacaba sus partituras, las desplegaba sin pudor sobre la mesa que fue de mi madre, y tocabámos en silencio, veinte o treinta piezas en absoluta armonía.
Después guardaba, me hacia algún pequeño comentario sobre las notas o las afinaciones y se iba. Yo me quedaba siempre ahí, deseando que volviera.
El vino que compré también esperaba ahí. Con frecuencia dudaba si ofrecerle o no, si buscarla o no, si invitarla a un restoran o a dormir conmigo.
Pasé en vigilia varias madrugadas para verla salir o entrar o apagar luces. Así pasaron meses. Ella me saludaba desde enfrente con su manito en alto y a veces se cruzaba a tocar en silencio.
Aquel día, como dije, había un eclipse de luna rojo y la lluvia encerraba, pero yo no quería nada que se pareciera a esa lluvia. Pilar debía llegar a las ocho y yo me había afeitado y había comprado quesos y paté porque pensaba, por fin, tocarle el timbre.
Aunque no me hablara, aunque viniera solamente a practicar por fugaces minutos, aunque no le importase de mí mas que aquel leve rumor brotando de mis dedos, su cercana presencia encendía mi vida.
La vi llegar. Me alegré, me paralicé, me preparé, me revisé los dientes y las uñas, retoqué la casa con almohadones y jazmines, vacié los desbordados ceniceros. Una llamada laboral me demoró.
Cuando por fin salí, la cuadra era un revuelo de sirenas y de motos de la policía. Alguien dijo salgan de aquí que se puede derrumbar.
La casa de Pilar ardía en llamas. Todo lo que supe mirar era ahora humo negro, polvo, tos, lágrima, hedor, asfixia. Alguien tiraba agua y otro rompió la puerta. Los perros no salieron. Tampoco Pilar salió. Una vecina dijo pobrecita. Volví sobre mis pasos a buscar el violin que también la había esperado, y como quien no tiene nada que perder, entré a las llamaradas para por fin irme con ella, aquella tarde gris en que se vio una luna roja.
Josefina Minatta
C. del Uruguay
27 de julio 2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario