Músico del subte
“Cuando el drama es social se hace
costumbre y no ofende”
Arturo Jauretche, Los profetas del odio
Nos hemos acostumbrado, sí.
Ya nadie tiene un instante,
un instante para preguntarse quién es,
para ver en qué niebla se halla envuelto,
para hilar lo profundo,
porque acaso es verdad
que aquel que se detenga está perdido,
pierde un tren que después se devela último,
si se atreve a una duda se lo lleva nomás la correntada.
Nos hemos acostumbrado, sí.
Ya se ha instalado.
Y anda una urgencia
obscena por las calles, un circuito
donde todos se figuran piezas claves
y el bien más preciado
es suponerse imprescindible,
ingresar a recintos donde al fin dejar de ser
un semejante, ese semejante
turbio, para quien lo elemental es hazaña
en la que asienta techo y temores,
un semejante con urgencias de mínima,
catador de incertidumbres,
prójimo inquietante
aferrado a orillas del abismo,
del precipicio abierto a un costado.
Ya no se mira a un costado.
Si de pronto
se hiciera, si asomaran al precipicio
los urgidos de máximas
y el que tiembla en lo mínimo,
hallarían lo que vino reptando sigiloso:
la ciudad atestada de miseria,
niños sin infancia,
la creciente de mendigos arrumbando veredas,
todos ellos
transformados en el Gran-Desemejante,
en quien ya no es igual pues quedó sin urgencias,
anegado en derrotas,
empozado en lo hundido.
Y anda
un dedo darwiniano
señalando “tú eres apto,
la virtud te pertenece porque el éxito es tuyo;
aparta lo escrupuloso
-el hermano, el compatriota- continúa…
y agradece al Señor
que en nada te pareces,
pues no hay rey partiendo capas con el pobre
y hace mucho que pasó el samaritano.”
Nos hemos
acostumbrado, sí,
porque al fin la costumbre es nuestro signo
y una vez instalada ya no ofende.
Y así vamos
tú y yo, nosotros y ellos
con la coraza de exiliar lo que interroga,
procurando no quedar en carne viva,
evitando inquirir lo que sucede
porque todo es como es, por darse es válido.
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Pero la vida,
esa vida que está ahí,
que yace al fondo negándose a morir
y a la larga cobra los vacíos,
cada tanto nos cruza en una esquina,
algún viernes con lloviznas
nos demora en un bar donde de pronto,
viendo el agua
que cae y ensimismados,
reencontramos su belleza toda junta,
lo que siempre
desprende a manos llenas
como si, nada más que por salvarnos,
nos palmeara el hombro proponiendo despertar,
ascender
al asombro que extraviamos,
ofreciendo no morir acostumbrados.
Y así fue
que una noche,
al volver por el ajetreo de un pasillo
donde cruza la gente y los subtes combinan,
sin poder precisar
si siempre estuvo o recién lo advertía,
reparé en aquel anciano que tocaba bandoneón.
Un candor
antiguo, candor de opción,
con la dignidad de quien fue consecuente
en el sentir, se intuía
en la entereza con que daba su arte
distante de la súplica,
separado del paño con monedas en el suelo.
Tocaba sus valsecitos
-tocaba Flor de Lino, tocaba Desde el Alma-
con una expresión lejana,
con un rastro expectante en las pupilas,
como aguardando
en el recinto la llegada de ese oyente
exclusivo que juzga a los artistas,
el arribo del ángel inventor de partituras.
El chaleco grisáceo,
la bufanda raída, la corbata de luto,
lo rodeaban con un lustre opaco,
con el reverbero de una suma de años,
y el estuche vetusto
a un costado del banco de madera
semejaba un cofre que de abrirse soltaría
algún milagro,
el retorno de una calle con cercos y rumores,
una madre entre glicinas de un patio perdido.
Otra noche,
al poco tiempo,
me tocó verlo alejarse de aquel sitio
y subir escaleras con banquillo y estuche
tal si pisara un diezmado pentagrama,
una escala de frío y desengaño,
para partir
acaso a una pensión de barrio
donde la dueña lo llama por su nombre,
le convida mates con cedrón o con menta
y los sábados de mañana,
a la hora en que todo se disgrega
y las autopistas atestan sus salidas
él queda intimando
con el sol de la vereda,
saluda a algún vecino de la cuadra
respira entre unos plátanos
mientras llega
el recuerdo de unos días esenciales
-serpentinas de un corso, una orquesta de tango-
o la vez que con amigos
ganaron la llanura
hasta dar con una chacra sin haberse anunciado,
donde churrasquearon
entre carros, arneses y gente de campo
y se dio el gusto
de teclear unas rancheras
a la sombra de eucaliptus y entre airosos refranes.
Así pues,
si es que paso por ahí,
si otra vez llegó por el pasillo
con su estampa y su fuelle y el chaleco raído,
se me antoja
que ha vuelto trayendo lo inefable
y yo quedo alisado,
demorado por gustar sus acordes
o mirarlo enfundar,
caminar sin apuro,
dirigirse a las escaleras
para subir vencido con su banquillo y su estuche,
ascendiendo a la avenida
como un ángel desleído con dos valses por alas.
Y la ciudad lo absorbe, abismada de invierno.
reseña
Francisco “Paco” Lanusse nació en 1953 en Buenos Aires, donde reside. Vivió en Olivos, Las Heras y Cañuelas, en la Provincia de Buenos Aires y pasó largas temporadas en Salta, a más de recorrer el país y sus naciones hermanas. Casado, tiene tres hijos, es abogado y productor agropecuario. Ha publicado en poesía: Pulares (El Ojo de Agua, Salta, 1980), Dos Poemarios Porteños (Botella al Mar, Bs. As. 1987), Bajo el Cielo Noroeste (Corregidor, Bs As, 1996), Confluencias (Montevideo, Doble Click, 2001), De Moreira y el Canto (Bs.As. La Presilla, 2009) y Un Vino de Tres Uvas (Bs. As. Ediciones Del Dock,2017) En prosa publicó la novela La Danza de las Cintas (Bs. As. Simurg, 2006).
(") El poeta Francisco Luis Lanusse es compañero en las palabras de este editor y del poeta Daniel Antoniotti, que hace unos días publicó aquí: "Ciego en el subte": https://vagosyderecho.blogspot.com/2019/05/ciego-en-el-subte-por-daniel-antoniotti.html . El poema de Lanusse juega como contrapunto amistoso.
Qué hermoso y profundo poema lleno de sensibilidad y humanidad. Carlos María Romero Sosa
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