lunes, 24 de junio de 2019

MÚSICO DEL SUBTE, Por Francisco Luis Lanusse (") para Vagos y Derecho (Taller Literario)



Músico del subte

“Cuando el drama es social se hace

costumbre y no ofende”

Arturo Jauretche, Los profetas del odio




Nos hemos acostumbrado, sí.


Ya nadie tiene un instante,

un instante para preguntarse quién es,

para ver en qué niebla se halla envuelto,

para hilar lo profundo,

porque acaso es verdad

que aquel que se detenga está perdido,

pierde un tren que después se devela último,

si se atreve a una duda se lo lleva nomás la correntada.




Nos hemos acostumbrado, sí.

Ya se ha instalado.




Y anda una urgencia

obscena por las calles, un circuito

donde todos se figuran piezas claves

y el bien más preciado

es suponerse imprescindible,

ingresar a recintos donde al fin dejar de ser

un semejante, ese semejante

turbio, para quien lo elemental es hazaña

en la que asienta techo y temores,

un semejante con urgencias de mínima,

catador de incertidumbres,

prójimo inquietante

aferrado a orillas del abismo,

del precipicio abierto a un costado.




Ya no se mira a un costado.




Si de pronto

se hiciera, si asomaran al precipicio

los urgidos de máximas

y el que tiembla en lo mínimo,

hallarían lo que vino reptando sigiloso:

la ciudad atestada de miseria,

niños sin infancia,

la creciente de mendigos arrumbando veredas,

todos ellos

transformados en el Gran-Desemejante,

en quien ya no es igual pues quedó sin urgencias,

anegado en derrotas,

empozado en lo hundido.



Y anda

un dedo darwiniano

señalando “tú eres apto,

la virtud te pertenece porque el éxito es tuyo;

aparta lo escrupuloso

-el hermano, el compatriota- continúa…

y agradece al Señor

que en nada te pareces,

pues no hay rey partiendo capas con el pobre

y hace mucho que pasó el samaritano.”




Nos hemos

acostumbrado, sí,

porque al fin la costumbre es nuestro signo

y una vez instalada ya no ofende.




Y así vamos

tú y yo, nosotros y ellos

con la coraza de exiliar lo que interroga,

procurando no quedar en carne viva,

evitando inquirir lo que sucede

porque todo es como es, por darse es válido.




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Pero la vida,

esa vida que está ahí,

que yace al fondo negándose a morir

y a la larga cobra los vacíos,

cada tanto nos cruza en una esquina,

algún viernes con lloviznas

nos demora en un bar donde de pronto,

viendo el agua

que cae y ensimismados,

reencontramos su belleza toda junta,

lo que siempre

desprende a manos llenas

como si, nada más que por salvarnos,

nos palmeara el hombro proponiendo despertar,

ascender

al asombro que extraviamos,

ofreciendo no morir acostumbrados.




Y así fue

que una noche,

al volver por el ajetreo de un pasillo

donde cruza la gente y los subtes combinan,

sin poder precisar

si siempre estuvo o recién lo advertía,

reparé en aquel anciano que tocaba bandoneón.




Un candor

antiguo, candor de opción,

con la dignidad de quien fue consecuente

en el sentir, se intuía

en la entereza con que daba su arte

distante de la súplica,

separado del paño con monedas en el suelo.




Tocaba sus valsecitos

-tocaba Flor de Lino, tocaba Desde el Alma-

con una expresión lejana,

con un rastro expectante en las pupilas,

como aguardando

en el recinto la llegada de ese oyente

exclusivo que juzga a los artistas,

el arribo del ángel inventor de partituras.




El chaleco grisáceo,

la bufanda raída, la corbata de luto,

lo rodeaban con un lustre opaco,

con el reverbero de una suma de años,

y el estuche vetusto

a un costado del banco de madera

semejaba un cofre que de abrirse soltaría

algún milagro,

el retorno de una calle con cercos y rumores,

una madre entre glicinas de un patio perdido.




Otra noche,

al poco tiempo,

me tocó verlo alejarse de aquel sitio

y subir escaleras con banquillo y estuche

tal si pisara un diezmado pentagrama,

una escala de frío y desengaño,

para partir

acaso a una pensión de barrio

donde la dueña lo llama por su nombre,

le convida mates con cedrón o con menta

y los sábados de mañana,

a la hora en que todo se disgrega

y las autopistas atestan sus salidas

él queda intimando

con el sol de la vereda,

saluda a algún vecino de la cuadra

respira entre unos plátanos

mientras llega

el recuerdo de unos días esenciales

-serpentinas de un corso, una orquesta de tango-

o la vez que con amigos

ganaron la llanura

hasta dar con una chacra sin haberse anunciado,

donde churrasquearon

entre carros, arneses y gente de campo

y se dio el gusto

de teclear unas rancheras

a la sombra de eucaliptus y entre airosos refranes.




Así pues,

si es que paso por ahí,

si otra vez llegó por el pasillo

con su estampa y su fuelle y el chaleco raído,

se me antoja

que ha vuelto trayendo lo inefable

y yo quedo alisado,

demorado por gustar sus acordes

o mirarlo enfundar,

caminar sin apuro,

dirigirse a las escaleras

para subir vencido con su banquillo y su estuche,

ascendiendo a la avenida

como un ángel desleído con dos valses por alas.




Y la ciudad lo absorbe, abismada de invierno.



reseña


Francisco “Paco” Lanusse nació en 1953 en Buenos Aires, donde reside. Vivió en Olivos, Las Heras y Cañuelas, en la Provincia de Buenos Aires y pasó largas temporadas en Salta, a más de recorrer el país y sus naciones hermanas. Casado, tiene tres hijos, es abogado y productor agropecuario. Ha publicado en poesía: Pulares (El Ojo de Agua, Salta, 1980), Dos Poemarios Porteños (Botella al Mar, Bs. As. 1987), Bajo el Cielo Noroeste (Corregidor, Bs As, 1996), Confluencias (Montevideo, Doble Click, 2001), De Moreira y el Canto (Bs.As. La Presilla, 2009) y Un Vino de Tres Uvas (Bs. As. Ediciones Del Dock,2017) En prosa publicó la novela La Danza de las Cintas (Bs. As. Simurg, 2006).

(") El poeta Francisco Luis Lanusse es compañero en las palabras de este editor y del poeta Daniel Antoniotti, que hace unos días publicó aquí: "Ciego en el subte": https://vagosyderecho.blogspot.com/2019/05/ciego-en-el-subte-por-daniel-antoniotti.html . El poema de Lanusse juega como contrapunto amistoso. 

1 comentario:

  1. Qué hermoso y profundo poema lleno de sensibilidad y humanidad. Carlos María Romero Sosa

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