La guardia nacional
anda buscando
a un hombre
un hombre espera
esta noche llegar
a la frontera
el nombre
de ese hombre
no se sabe
“Epitafio para Joaquín Pasos”
Ernesto Cardenal
Hará unos diez años, un tipo que habíamos detenido se fugó. No era un preso cualquiera sino un sicario, un asesino, un hombre temerario, peligroso, vinculado a la banda narco mas pesada de la zona de Gualeguaychú. Durante siete años, la prefectura había investigado el trafico de drogas a través del Rio Uruguay: El clan Barragán cruzaba hasta Fray Bentos desde un campito con salida a la costa, lo que era un viejo frigorífico abandonado. En motos de agua, la cocaína estaba en menos de siete minutos del lado uruguayo. Las veces que quisimos atraparlos, los Barragán se deshacían de su carga con ayuda del agua, correntosa y marrón, que les escondía el botín. Por eso siempre estaban en la mira y por eso llamó la atención la llegada del nuevo. Aguirre fue quien lo advirtió. Hay uno nuevo, doctora, y no es cualquiera. El Max se vino para acá y está con ellos.
El Max andaba acá. Miré los videos, las investigaciones, los antecedentes. Era una mole de dos metros, ceño fruncido, nariz cuadrada, mirada dura, estilo boxeador. Se lo notaba duro y curtido. Usaba una falsa identidad y en la cintura llevaba una Browning 9 mm que pude ver cuando al minuto treinta y cinco se saca la campera. Desde Montevideo llegó su legajo. Varias rapiñas como menor, resistencia a la autoridad, un homicidio a los veintidós años, un secuestro extorsivo, otro homicidio. Una psicóloga informaba, en el informe de personalidad, que “el interno había aprendido a valorar su propia vida por sobre la de los demás, no dudando en quitar la ajena por defender la suya”. Dictamina desprecio por la vida y aconseja medidas de máxima seguridad. Una condena eterna a cumplir tras los muros del penal de Libertad.
¿Cómo había llegado hasta acá? Su último hecho: Acribillar a otro preso, amenazar a un guardia cárcel y escapar, vestido de penitenciario. En la calle tuvo documentos, unos mangos, la Browning. Llegó hasta la frontera y allí, donde el rio es soledad y misterio, inconmensurable silencio, fue sencillo cruzar.
Al poco tiempo cayeron todos, los Barragán y el Max.
La fuga entonces significó un escándalo. Las cámaras de la unidad penal registraban a un tipo alto y atlético salir al patio de la cocina, apoyar una escalerita destartalada contra el muro, subirla velozmente y saltar con elegancia hacia la calle, sin caer ni trastabillar, perfectamente parado, con una parsimonia de película. Se ve que se aleja, sin necesidad de correr siquiera, caminando, silbando bajito, confundido entre los fresnos por la avenida desierta esa siesta de domingo.
El Max se escapó como pancho por su casa y eso costó la cabeza del director de la penitenciaría, el despliegue de brigadas federales, investigaciones internacionales, alertas rojas de interpol. Cierre de fronteras. Nada.
Con el tiempo se dijo que un helicóptero lo cruzó a Paysandú, que había ido a ajustar cuentas pendientes, que traficaba opio en un submarino, que le habían encargado matar a un juez en Porto Alegre, que se había asociado a unos evangelistas para lavar dinero. Se decía, se decía. Pero el Max había burlado todos los controles y se había hecho humo. Yo dejé Concepción del Uruguay y me olvidé del caso por todos estos años.
A mi me encantan las historias en papel. Es antiguo, lo se, pero disfruto marcar las hojas, doblar la pagina donde dejo de leer. Y el ambiente literario del Ateneo Grand Splendid, el secreto placer de un cafecito, la New York Jazz Lounge sonando de fondo, la deliciosa posibilidad de hojear sin comprar, de leer y devolver a su lugar, de poder elegir tras degustar. Ahí me siento parte del mundo artístico sin serlo. Quizás por el dorado teatral de las molduras, la construcción oval y abalconada, el telón rojo pasión, las luces infinitas. Suelo buscar allí dos o tres libros, pedir café, ubicarme en los sillones del primer piso. Desde arriba miro a los lectores y a los turistas, los múltiples balcones, la cúpula de Orlandi, esa oda a la paz, esa esperanza nacida al óleo tras el fin de la primera guerra.
Me apoyo en la baranda de bronce y cierro los ojos, y me voy al Parisien, 1914. Ese mismo lugar era entonces un teatro de variedades y bailarinas, un tugurio apenas, el juego clandestino, las chicas con tacón y labios mal pintados, rímel corrido, perlas de la noche. Huelo cigarros, whisky, risotadas, un pícaro Glucksmann. Rosita Melo al piano tocando “Desde el Alma”. Quiroga y Alfonsina besando al mismo tiempo las caras de un reloj. El reloj, el beso, los azahares. Gardel también pisó este suelo, pero no están ya ni Glucksmann, ni Gardel ni todos ellos. Un rayo a tiempo y se acabó la feria.
En eso estaba aquel octubre mirando distraída, buscando cuentos para Belén y Manuel, discos para Victoria, las cosas de siempre. Un paseo, una lectura, un par de regalitos. Entonces me pareció ver una cara conocida, un rostro que me sonaba, que bien podía ser empleado de alguna oficina, cajero de un supermercado, oficial notificador, cartero. Quise recordar de dónde lo ubicaba. El estaba parado sobre la baranda de enfrente, apoyado y leyendo. Despreocupado.
Fueron flashes. Allanamiento. Chaleco antibalas. Cuerpo a tierra. Sirenas, disparos. La detención. Las muñecas precintadas. Las zapatillas enormes sin cordones. Los títulos de diarios. Sus ojos amenazantes. La sala de audiencias. ¿Su DNI? Nunca tuve DNI. ¿Dirección? Penal de Libertad, San José, Uruguay. ¿Hijos? Cuatro. ¿Esposa? Mónica Lima.
Mónica Lima y los ojos se le hicieron agua. Escondió sus lágrimas, y no las quise ver. Después de todo, los sicarios no lloran.
Sentí una inyección de nervios. ¿a quien llamar? A Mariela. Mariela sabe todo. Lo conoce. Sabe a quien recurrir. Es rápida. Puede librar una orden de detención urgente. ¿O llamo a Nicolás para que mande una brigada especial? Aguirre se retiró. La puta madre, Aguirre.
Me aseguré de ubicarme donde no pudiera verme, tratando de ahogar la adrenalina, la extrema tensión, el infinito miedo. Quería apurar la situación, él estaba ahí a cuatro o cinco metros, un poco más gordo, un poco más viejo, no tan viejo igual, pero si más canoso.
De pronto un éxodo de gente al escenario, todos moviéndose a escuchar al Pipi Piazzola. Qué banda inoportuna, carajo. Se amontonaron todos y el Max también se amontonó.
No era posible un solo error. No era posible un solo paso en falso. Estaba segura que venía calzado, que si yo me equivocaba todo sería balacera y muertes, pero él estaba ahí, tan tranquilo, tan mejorado quizás, tan con sus crímenes a cuestas, sus robos, sus rapiñas, sus víctimas. Estaba al alcance de mi mano.
En un impulso tomé la decisión, escondí mi Bersa, me acerqué despacio entre la gente, me paré a su lado. Lo sentí respirar y transpirar. Agua en mi espalda. Él, en cambio, sentía la música como quien oye llover.
De reojo lo vi mirar hacia un costado, estirar el cuello, levantar la mano, decir en un murmullo Lucía, vení, Lucía. La nena vino hacia sus brazos y el la subió a caballito.
Así salió con ella hasta la calle, hasta su libertad, hasta la noche negra y estrellada en que se había transformado el día. Otra vez, silbando bajito.
Josefina Minatta
Concepción del Uruguay, 19 de abril de 2020
(") La autora es abogada y miembra del Ministerio Público de la Nación.
Excelente escrito así fue, todo termino en Bello Horizonte un viernes de 2020.
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