La pandemia del coronavirus ha tocado la fibra más profunda del orden social contemporáneo. De pronto nos dimos cuenta de que se puede vivir de otra manera, aunque hayamos tomado nota obligados por las circunstancias. Percibimos que no sólo la economía puede globalizarse, sino también un virus. Y advertimos, de hecho, que existe otro modo de vivir, otro modo de entender la existencia. De golpe el aire se volvió más limpio, el agua más transparente. Como dijo el Papa Francisco el 27 de marzo en el momento extraordinario de oración en tiempos de pandemia: “Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados, pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente”.
Después de la pandemia del coronavirus ya nada será igual en nuestro mundo. Ya no lo es. Se nos invita, con apremio, a una conversión humana, social y ecológica sin precedentes. Se nos invita a gestar un cambio de paradigma socio-cultural en el que todas y todos estamos llamados a ser protagonistas. Después de la pandemia, los economistas no podrán seguir sosteniendo con seriedad que el único camino viable es el capitalismo financiero; los políticos no podrán repetir las viejas prácticas de corrupción y estafa moral a la sociedad; los teólogos deberán revisar sus métodos y no encorsetarse en tecnicismos; la pastoral no podrá seguir sobreviviendo de la inercia de otros tiempos y de otros siglos. Se me objetará: ni la economía, ni la política, ni la teología, ni la pastoral son responsables de la pandemia. Me dirán: no es necesario revisar nada porque esto nos cayó como una desgracia, nos sorprendió sin que ninguna de estas causas actuara. Es posible. Pero la pandemia ha mostrado que existe otro modo de hacer economía, de hacer política, de hacer teología, de hacer pastoral. El presidente de Francia, Emmanuel Macron, corrobora esta realidad al afirmar: “Lo que ha revelado esta pandemia es que la salud pública, nuestro estado de bienestar, no son costos o cargas, sino bienes preciosos, y que este tipo de bienes y servicios tiene que estar fuera de las leyes de mercado”. Además, de un momento a otro, la pandemia ha modificado nuestras prácticas pastorales y ha transformado nuestros ritos sagrados, no porque perdieron valor, sino porque deben adecuarse a las necesidades concretas de las personas. Se multiplicaron las misas por Facebook o Instagram, las catequesis por WhatsApp y las charlas espirituales por YouTube. La necesidad de llevar consuelo a las personas obligó a definir, en la práctica y sobre la marcha, el concepto de participación en la liturgia. Quiere decir que Dios se puede hacer presente de múltiples modos que antes, si bien no eran negados, eran relativizados y puestos en duda.
Si pensamos que cuando pase la pandemia volveremos a la normalidad de nuestras prácticas, sería una desilusión porque significaría que no aprendimos nada de lo vivido. Estamos ante un desafío histórico que requiere un salto audaz de nuestra libertad. Ante la Plaza San Pedro vacía y, paradójicamente, ante miles de ojos y oídos que lo seguían en el mundo entero desde una pantalla, Francisco decía el 27 de marzo dialogando con Dios: “Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es”. Sin duda, la pandemia no es un castigo divino. No es la manifestación de la ira de un Dios descontento con la humanidad. Pero sí es el momento en el que los pueblos y las personas tenemos que decidir qué camino tomar. Estamos a tiempo. Ya no se trata sólo de nuestra querida Amazonia, sino de nuestro amado mundo, el único que tenemos para habitar.
¿Qué aporte puede hacer la teología y los teólogos? ¿Cómo puede la teología ayudar a separar lo que es necesario de lo que no lo es? ¿Cómo puede la teología ayudar a vivir este momento de muerte y dolor? ¿Cómo puede aportar un sentido al presente y una novedad hacia el futuro? En esperanza, y retomando una reflexión que enraíza en los primeros atisbos de cristianismo, pienso que la teología puede desenmascarar las representaciones idolátricas de Dios y profundizar en la humanización de lo humano. Dos temas íntimamente unidos.
El Dios de Jesucristo no se deja encasillar en esquemas ni cristalizar en instituciones. Es la vieja tentación de pensar que Dios se agota en una cultura. El Papa Francisco lo ha dicho a su manera: “El cristianismo no tiene un único modo cultural, sino que… llevará consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado” (EG 116). Porque el cristianismo no es una serie de conceptos o de definiciones sobre Dios o un conjunto de normas a seguir, sino la adhesión por la fe a la persona de Jesucristo, quien nos ha revelado al Padre. La fe en Jesucristo es la que inspira un comportamiento o la que reconoce la conveniencia de crear una institución. Ambas tendrán sentido mientras traslucen a Jesucristo, Hijo del Dios vivo, y dejarán de tenerlo si se creen los primeros actores y olvidan a su Maestro. Si esta premisa está presente en nuestras vidas, tendremos a mano un criterio de discernimiento claro y permanente para revisarnos. Será el primer antídoto contra la tentación de generar una representación idolátrica-ideológica de Dios.
Las narraciones evangélicas muestran a Jesús recorriendo incansablemente las ciudades y las comarcas de su región. Nadie se iba de su lado sin una palabra de consuelo o un gesto amoroso que le cambiara la vida. Porque ese es el efecto que producen las palabras y los gestos de Jesús: transforman la vida. No son huecos o de compromiso. Los que se encuentran con él encuentran otro rostro de Dios y otra manera de ser humano. Las palabras y los gestos de Jesús curan a las personas de sus enfermedades; invitan a compartir sus bienes con los pobres; rompen las fronteras políticas, culturales y religiosas; ponen en evidencia la hipocresía de la casta sacerdotal y cualquier hipocresía tras la cual se quiere ocultar el ser humano; impelen a reconocer a los marginados de la sociedad como hijos de Dios. Situaciones y actitudes provocadas por el encuentro con Jesús, el Dios hecho hombre.
Jesús se relaciona con todo aquel que se cruza en su camino. Con los escépticos, con los que lo aman, con aquellos que lo odian hasta matarlo. A nadie rechaza, con todos dialoga, a todos les pone el cuerpo. Las curaciones que realizó implicaron un desgaste de energía inusual, una entrega en cuerpo y en espíritu que no admite reservas ni especulaciones. Los sufrimientos de su pasión y de su muerte en cruz suponen la desazón de un cuerpo que nunca perdió su confianza en Dios. El cuerpo de Jesús no es un accidente que podamos poner en segundo plano. Allí está Dios. Dios obra en él y por él, porque es el templo del Espíritu (cf. 1 Cor 3,16; 6,19). Dios es espíritu y pone el cuerpo en su Hijo Jesús para mostrarnos la intensa interpenetración de lo divino y lo humano. Sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, atravesado por el amor de Dios que todo lo puede y todo lo une.
Jesús no estuvo nunca quieto. Llevó su cuerpo y su espíritu a todos los rincones de su patria y del extranjero. Fue un peregrino que mostró a Dios en una humanidad concreta. Peregrinar para Jesús es un acto de amor. No camina entre la gente reclutando prosélitos. No busca adherentes para provocar una revolución y derrocar al Imperio Romano. Ni siquiera se presenta a sí mismo como un reformador religioso. El centro de su misión consiste en recordarles a todas las personas, sin distinción de ninguna clase, que son hijos de Dios. Que pueden rezarle a Dios llamándolo abbá y que él los escuchará. Que para eso no tienen que pedirle permiso a nadie. Que el poder está en la fe de ellos, en la que se anida en su corazón y deben despertar. Una fe que es de cada uno de ellos como sujeto y que se vuelve poder transformador cuando se expresa en el sujeto comunitario que es el pueblo. Jesús no necesita ser revolucionario o reformador religioso porque él atraviesa esas realidades, las sobrepuja y las transforma. Por eso Jesús es un peregrino. Porque para contarles a las mujeres y a los hombres esta buena noticia hay que encontrarse con ellos, mirarlos a la cara, escucharlos, reconocerse en sus pobrezas y en sus limitaciones. Nada de eso se alcanza sentado en un trono o en un escritorio. Hay que ir a proclamarlo en primera persona.
Los primeros y grandes beneficiarios de esta buena noticia son los pobres, aquellos que viven marginados por todas las expresiones del poder. Jesús les devolvió la fe. De ningún modo les vendió una resignación barata. Eso lo hace la religión cuando alcanza su peor expresión y con sus exigencias normativas excluye a las personas, impidiéndoles expresar su fe personal y comunitariamente. Jesús les mostró que Dios está al alcance de la mano (cf. Rom 10,8-10) y que sobre Dios ninguna institución tiene el monopolio. En todo caso, las instituciones religiosas deben facilitar el acceso a Dios para celebrar el don de la fe como pueblo. [El Papa Francisco dijo: “A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas” (EG) 47].
Jesús, el Dios encarnado, es un hombre pobre y trabajador. No anhela las riquezas y critica el afán de pensar sólo en el lucro económico. No porque la riqueza sea mala en sí misma, sino porque ella inventa argumentos “razonables” para que no amemos a Dios y al prójimo con un corazón indiviso. En eso consiste su malicia y su engaño, su trampa más sutil. Jesús nunca critica que el hombre gane el pan con el sudor de su frente, pero sí enseña que no puede servir a dos señores al mismo tiempo (o se sirve a Dios o se sirve al Dinero, Lc 6,13), que el sol sale para justos y pecadores (cf. Mt 5,45) y que todo lo que existe en la creación nos pertenece y ningún bien está privatizado (cf. 1 Cor 3,21-23).
Jesús confía en las personas. Sabe que son frágiles, endebles, egoístas, traicioneras… Pero cuando está entre ellos ve a una multitud que vaga por la tierra como ovejas sin pastor y se compadece (cf. Lc 9,36). Su mirada no se deja ganar por el pesimismo y apuesta por hacer el bien, porque cada uno de los que conforman esa multitud que tiene delante fue creado a imagen de Dios. Y Dios vio que era bueno (cf. Gn 1,26-27). Y lo que Dios vio que era bueno, ¿por qué Jesús lo va a mirar con otros ojos? Y entonces reúne a la gente, le enseña, la cura. Confía en las personas, pero no ingenuamente. Las llama a ser responsables, a decidir por sí mismos. No obliga a nadie a creer y nadie será curado contra su voluntad o recurriendo a una estrategia mágica. El único argumento que atrae a las personas es que Jesús es creíble. Y Jesús toma esa fe y la convierte en un acto de libertad en el que quedamos cara a cara con nuestro creador. El teólogo belga Christoph Theobald dice que la credibilidad de Cristo consiste en que “tiene un respeto absoluto del receptor, como Pablo. Nunca dice a sus interlocutores: «Soy yo quien te ha salvado», sino «Tu fe te ha salvado» (Mc 5,34, entre otros). En el fondo, este Jesús se deja sorprender por lo que su Evangelio produce en el otro… Él escucha el Evangelio de Dios por boca de la hemorroísa o por los gestos más simples de la gente que lo rodea”.
Y si Jesús confía en las personas, ¿por qué no hacer nosotros lo mismo? ¿Por qué no recuperamos colectivamente el estilo de Jesús y nos devolvemos la fe que nos une a Dios los unos a los otros? Esta es una tarea que involucra a las instituciones y a cada uno de nosotros. No vale oponer, sino complementar. Hace años que sabemos que la historia entró en una nueva etapa con un paradigma cultural inédito. No hace falta que nos lo cuenten los libros. Lo experimentamos en carne propia. Y entonces, ¿por qué nos empecinamos en repetir esquemas viejos en un paradigma nuevo, en donde no encaja y los repele? ¿Qué seguridades defendemos al proceder así? ¿A qué le tememos cuando sostenemos premisas espirituales que no sólo alejan a las personas, sino que las confirma en su indiferencia?
El filósofo francés Maurice Bellet ha planteado con lucidez la necesidad de recuperar nuestra fe en lo humano. No de un modo ingenuo, sino reconociendo que el ser humano es imagen de Dios y que, sin lugar a duda, Dios habita en él. Por tanto, no será necesario “agregar” a Dios para creer en el hombre porque Dios está en él. Dirá Bellet: “Dios está allí; no tiene necesidad de aparecer”. No pensamos rápido en el peligro de caer en el panteísmo. Démonos la oportunidad de considerar a Dios y al hombre como íntimos compañeros de camino. No ignoramos que en el hombre está la causa de la violencia y de la opresión. Pero, ¿qué ganamos insistiendo sólo en eso? ¿No es mejor intentar superar la violencia con el amor? ¿No está dicho que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom 5,5)? ¿No radica allí nuestro poder más profundo? ¿Por qué no potenciar esa realidad en nuestras existencias concretas? ¿Qué pasaría si, en lugar de odiar a los que nos odian haciéndonos cómplices de su violencia, los amáramos como si se tratara de nosotros mismos para que nos ayudemos mutuamente a liberarnos de la violencia que los esclaviza? (cf. Mt 5,38-48).
Jesús nos devuelve al Dios vivo y verdadero. Ese Dios que las religiones y las ideologías falsearon hasta convertirlo en una caricatura idolátrica y vacía. Ese Dios nos da otra oportunidad para que las religiones y las ideologías recuperen su papel de mediación y de sanación. Jesús nos conduce a encontrarnos con lo humano más humano. Con ese prójimo que es mi hermano y con el cual debo caminar. Jesús ha dejado plantada en el centro de la historia esta certeza: me basta que sea humano para que sea mi hermano.
En tiempos de pandemia ya nada es igual y nos obliga a pensar de otra manera. Como dijo el Papa Francisco, no es el momento del juicio final de Dios, sino el tiempo de nuestro juicio, el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que no.
Cierro con unas palabras de Bellet: “La fe [en lo humano] es relación, y esa relación sólo es real cuando es actual, no a través de una imagen, sino a través de una presencia: la presencia del otro humano, mi prójimo. Creer en él es percibir en el otro la existencia de lo que me permite abandonar la violencia que hay en mí. Es verlo y escucharlo como portador de esa humanidad que me desborda y que, sin embargo, se manifiesta en esta relación concreta, aquí y ahora, donde me hago prójimo del otro, mi prójimo”.
Y esto sólo puede vivirlo quien de verdad cree en Dios y en la humanidad.
(")Profesor Facultad de Teología (U.C.A.)
Director de la Especialización en Doctrina Social de la Iglesia
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