Debieron transcurrir años para que conscriptos que participaron en la guerra de Malvinas se atrevieran a denunciar que habían sufrido torturas, vejámenes, delitos atroces cometidos por sus superiores. Los motivos de la tardanza son imaginables, lógicos, humanos. En algún momento se fueron animando: las víctimas se expresaron, contaron.
Fueron muchos, algunos padecieron los tormentos en las islas, otros en el territorio continental argentino. Un libro de la Subsecretaría de derechos humanos de Corrientes, compilado por Pablo Andrés Vassel, acumula dolorosos datos, declaraciones y reseñas sobre las causas judiciales que iniciaron, años después. El volumen es menos conocido que recomendable, se sugiere acá su lectura. Vassel fue subsecretario del área en la mencionada provincia.
Los expedientes iniciaron su lento transcurrir, atravesando la maleza de los procedimientos, la desidia de los tribunales, las articulaciones de las defensas de los presuntos represores.
El tiempo pasa, la prescripción puede ser la valla para muchos reclamos. Se llegó a un punto habitual en causas por violaciones de derechos humanos: decidir si los hechos investigados deben considerarse delitos de lesa humanidad, imprescriptibles, como condición necesaria para su juzgamiento.
Los expedientes tienen sus bemoles, que esta nota saltea porque no hacen a su objeto central, no porque carezcan de importancia. Pero vale subrayar que se trató de delitos feroces perpetrados por miembros de las Fuerzas Armadas contra ciudadanos argentinos, en el contexto del terrorismo de Estado. Convengamos en que es sensato considerarlos de lesa humanidad.
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Un tweet para Taranto: En uno de esos pleitos, caratulado “Taranto, Jorge” la Cámara de Casación rechazó ese planteo de los demandantes. Se recurrió ante la Corte. El procurador Luis Santiago Warcalde dictaminó a favor del pedido: la Corte debía tratar el reclamo y admitirlo. Se expidió el 10 de agosto de 2012. Correspondía que los jueces supremos adoptaran un criterio definitivo.
Lo hicieron en febrero de este año, o sea dos años y medio después. Es lo que se llama “una cuestión de puro derecho”: los magistrados no tienen que revisar la prueba frondosa, sino analizar un encuadre jurídico. El lapso que se tomó la Corte es descomunal para esa tarea.
El pronunciamiento se transcribe porque tiempos y dedicaciones son el núcleo de esta columna. Dice así: “El recurso extraordinario, cuya denegación origina esta queja, no se dirige contra una sentencia definitiva o equiparable (art. 14 de la ley 48). Por ello, se la desestima”. Son 146 caracteres, sin contabilizar espacios: apenas más que un tweet aunque menos atractivo que muchas manifestaciones de ese género.
Tienta decir que la Corte se tomó 30 meses para redactar 3 líneas y calcular un promedio de eficacia, cuántas letras por día... Sería injusto, en un sentido insólito: la “sentencia” ni siquiera se redactó porque es una vieja fórmula anquilosada. En jerga se la apoda “plancha”, como sinónimo de “sello”. Es preescrita, arcaica, colocada en centenares o miles de precedentes.
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A reclamar a otra parte: Los ciudadanos reclamantes argumentaron que el rechazo de Casación equivalía a una sentencia definitiva, el Fiscal de Corte coincidió. Esas posturas merecen o mejor exigen considerandos escritos que expliquen la divergencia.
Lo firmado por los cuatro actuales vocales de la Corte no es una sentencia, sino un simulacro. No está fundada, es pura discrecionalidad. Un acto estatal que limita derechos debe estar razonablemente fundado, una sentencia lo es por antonomasia.
La famosa plancha vulnera el derecho de defensa, es arbitraria. Esta postura no es invento del cronista, la sostienen muchos juristas y abogados. No es unánime.
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El futuro y la palabra vana: Los damnificados hicieron pública su frustración cuando se dio a conocer la pseudo sentencia y anunciaron que recurrirían a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, agotadas las instancias en los tribunales locales.
La Corte despreció el derecho de los litigantes, por el tiempo que se tomó para poner un sello berreta, sin darles siquiera una explicación digna.
En un reportaje realizado por la periodista Victoria Ginzberg, publicado en Página/12, Ricardo Lorenzetti arguyó que no es para tanto. El presidente de la Corte comentó que ésta no se expidió. “La Corte no tiene un caso –expresó, textual–. Si le llega un caso en el que se plantea si hay un delito de lesa humanidad con torturas probadas en el caso Malvinas, lo va a tratar. En ese expediente, de acuerdo al criterio de la Corte, no se podía tratar ese tema. Es un expediente muy complejo en el que había muchas cuestiones procesales. Y tampoco se cerró, se puso falta de sentencia definitiva. Eso no significó que la Corte dijera sí o no respecto de la existencia de delitos de lesa humanidad en el caso de torturas en Malvinas.”
El razonamiento es falaz, vueltero, impreciso pero especialmente superfluo. La Corte, Lorenzetti lo sabe bien, no tiene otros casos semejantes en su generosa lista de espera.
Pero, además, sus palabras carecen de todo valor legal: no están en el expediente, para el Foro “no están en el mundo”. No equivalen siquiera a un voto de Lorenzetti, aunque la decisión hubiera sido mínimamente mejor si el hombre la dejaba en negro sobre blanco, donde correspondía. Su análisis personal no tiene peso jurídico, los perjudicados no podrían hacerlo valer presentando un recorte o un link en tribunal alguno.
Involuntariamente, Lorenzetti sinceró la carencia conceptual de la decisión, que cerró el camino de las víctimas, aunque él porfíe lo contrario hablando de otros expedientes, virtuales por el momento.
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Hacer la plancha: Las planchas son muy habituales en la práctica cotidiana de la Corte. Desechan recursos que pueden ser infundados pero no dan cuenta de por qué. La práctica está bendecida por la tradición, que a veces es valiosa y otras no: la elusión impositiva o la connivencia con los golpes de estado son ejemplos conspicuos.
Hay un motivo, escrito en filigrana, que “explica” la costumbre de hacer la plancha. Es que el tribunal está atiborrado de demandas, no todas razonables, tiene que sacarse de encima una cantidad. Hasta ahí, es pura verdad. Lo que falla no es el diagnóstico sino la monárquica solución adoptada. Los supremos se alivian de expedientes con el mentado, desdeñoso, rebusque. Ellos alegan que antes de poner el sello, los han leído. Es imposible, republicanamente, corroborarlo porque no queda constancia escrita.
La Corte está atosigada desde hace muchos años, lo padecía cuando contaba con siete integrantes, lo que se agrava cuando quedan cuatro, tres de los cuales concurren asiduamente a los Acuerdos semanales.
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Matemática ¿estás ahí?: Vamos llegando de la historia trágica a la paródica crónica de estas semanas. Repasemos datos duros. La Corte remozada e higienizada por el presidente Néstor Kirchner, estaba compuesta por siete vocales, tres de ellos ya no están por motivos diferentes. Un cuerpo colegiado que se reduce casi a la mitad en un término no sufre un cambio apenas cuantitativo, es cualitativo. Las deliberaciones son menos ricas y plurales, los aportes subjetivos más escasos. El Tribunal contaba con dos penalistas, ahora no hay ninguno. Lo componían dos mujeres, por primera vez en su historia: hoy queda una.
Son libres, subjetivas, las opiniones acerca de las condiciones de los lamentablemente fallecidos Carmen Argibay y Enrique Petracchi o del renunciante Eugenio Raúl Zaffaroni. El piso compartido es que eran jueces calificados con criterios propios, no fungibles con los de sus pares. Este escriba cree que los doctores Petracchi y Zaffaroni eran los mejores jueces del tribunal, en todo caso todos eran de primera línea y ya no están.
La Corte Suprema, contra lo que aducen los medios dominantes, no es “la que designó Kirchner”. Ese cuerpo cumplió su ciclo: no se reunirá más, no discutirá colectivamente. Cuando esté correctamente integrado, según la nueva normativa, tendrá cinco integrantes, en vez de siete. Hasta entonces pesará sobre los actuales una sobrecarga indebida de trabajo, que resentirá su desempeño.
Con licencia, hagamos una comparación con otras autoridades públicas que son cuerpos colegiados. El Senado nacional tiene 72 bancas: si aconteciera la misma proporción de bajas que en la Corte quedaría achicado a 41, suprimiendo decimales. Si eso pasara en Diputados, se extrañaría la presencia de alrededor de 120 representantes del pueblo. No es bicoca, ni carece de consecuencias prácticas.
En el caso de un tribunal “corto” (como se dice ahora de los planteles de fútbol) el impacto real es evidente. El más burdo es que la mayoría de un cuerpo que debe tener cinco porque así lo manda ley casi equivale a la unanimidad: tres sobre cuatro.
Se subestima ese demérito pensando en acudir a conjueces. Más allá de otras polémicas atractivas de la coyuntura, es un mal reemplazo un conjuez convocado ad hoc para un caso no dirimido por el cuerpo estable. Funge como paracaidista que no comparte la cotidianidad del equipo, que la Corte lo es. Entra y sale, no ha compartido la dinámica de años de labor común.
La Corte no puede cumplir su rol con eficiencia y calidad en esas condiciones. Y, acaso, no pueda desempeñarlo en modo alguno.
A eso se ha llegado por circunstancias inmanejables, ajenas a la voluntad de todos los protagonistas. Pero también por la necedad de la oposición parlamentaria que abusó de su derecho cuando planteó que no aceptaría ningún postulante nuevo propuesto según mandan las normas vigentes. Claro que no está compelida a consentir a libro cerrado las iniciativas del Ejecutivo, que la mayoría calificada exige el consenso de oficialismo y oposición, en general. Pero esa prerrogativa no es absoluta, porque ningún derecho lo es. La negativa cerrada, apriorística, deja mocha a la Corte por un período de más de un año y resiente su accionar. Cualquiera está facultado a hacer gravitar su número pero también le cabe hacerse responsable de las consecuencias.
Esas serán, desde ya, un funcionamiento menos rico, menos plural. La parálisis absoluta es un escenario inquietante: no deseable ni automático pero para nada imposible. Tal vez ya esté ocurriendo, aunque por ahora sea invisible a los ojos.
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Cuotas de poder: Vamos de los números redondos a los quebrados y a “eso de lo que no se habla... en ciertos círculos: el poder. Participar en un cuerpo de cuatro miembros otorga el cuarto del poder disponible, que es más que un séptimo. La diferencia aumenta si uno es presidente. Lorenzetti, muy perspicaz en esas lides lo sabe y, quién sabe, lo disfruta. La merma no es su responsabilidad aunque vendría bien que sincerara las dificultades que acechan a un tribunal incompleto.
En pocos meses, el titular de la Corte ha pronunciado o escrito información errada o falsa. Es una mala nueva, sobre todo si se torna rutinaria. En su discurso de apertura del año judicial macaneó sobre la investigación del atentado a la embajada de Israel. Pontificó que había “cosa juzgada” granjeándose alabanzas de los medios dominantes. Se concluyó que le había dado una lección de derecho a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner quien había denunciado molicie del tribunal. Dudoso que se pueda ser didáctico con base de datos falaces. Lorenzetti debió desdecirse al día siguiente. Lo hizo de modo sinuoso, mediante un comunicado elíptico, sin la bonhomía de reconocer su error en materia de proceso penal.
Más seria es toda la parodia de su anticipada recontra reelección. Nada explica la necesidad o urgencia como no sea la necesidad de convalidarla con cuatro firmas. Esa cifra permite que Lorenzetti y la jueza Elena Highton de Nolasco declinen sus designaciones, aliviándose de la inmodestia de votar por sí mismos. Para lograr ese resultado, se inventó el contenido del acta. Una reunión no realizada, conforme reveló el periodista Horacio Verbitsky en este diario. Fayt no participó, lo que desmiente no sólo el lugar en que se adujo que firmó sino también el vivaz diálogo en que, pretendidamente, intervino. La falsedad es ostensible.
Si alcanza el rango de delito es otro debate, connotado por la exigencia de perjuicio para que lo haya y la presunción de inocencia.
El acta de reelección de Lorenzetti es un mito urbano, bastante más extenso que la decisión tomada en la causa “Taranto, Jorge”.
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Repaso y transición ordenada: La “justicia” lenta no es justicia, he ahí un factor de consenso extendido. Las decisiones no fundadas por escrito también la niegan. “Taranto” es una combinación (sobresaliente pero no excepcional) de ambas carencias. La Corte incurre en ellas en innumerables cuestiones, muchas se desconocen pero se suceden.
Un tribunal incompleto es un problema institucional de primera magnitud que exige que las distintas fuerzas políticas se hagan cargo, en la proporción de sus responsabilidades y sin renunciar derechos. Es difícil pero imprescindible.
Queda para otro día discutir si la condición vitalicia del cargo de juez supremo es compatible con la idea republicana de que los cargos son renovables. Era justo que Fayt no fuera jubilado de oficio por la Constitución de 1994. Es mucho más controvertible que eso le permita desafiar la regla sensata que ahí se establece por veinte años más. De nuevo: la ley no ampara el ejercicio abusivo de los derechos.
Entre tanto, Lorenzetti ha sido reelegido con la premura que no siempre urge a las sentencias de la Corte. La transición, todo lo indica, será ordenada y pacífica.
mwainfeld@pagina12.com.ar
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