Raúl Zaffaroni habla con más vehemencia de la habitual. La Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) lo eligió anteayer como uno de los cuatro nuevos jueces de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, tras una intensa campaña que intentó desacreditarlo y ligarlo con la última dictadura. Ahora que ya no está en la Corte Suprema siente una gran “libertad” para explayarse. “Puedo decirle al monopolio (Clarín), por ejemplo, que mientras yo trataba de incorporar el Código Militar a las garantías del derecho penal, ellos brindaban y cambiaban sonrisas con Videla para hacerse de Papel Prensa, como parte de un plan económico sistemático que aún no se ha investigado del todo”, se despachó, en diálogo con Página/12.
La Corte Interamericana tiene la misión de proteger con sus fallos los derechos humanos en la región, ante posibles violaciones de los Estados parte al Pacto de San José de Costa Rica. “Su jurisprudencia es obligatoria para los países miembros”, dice Zaffaroni, a quien le espera un mandato de seis años. “Argentina ha sido uno de los países más respetuosos del sistema. Además, está llevando a cabo los juicios de lesa humanidad en forma que es ejemplar en el mundo. Merecía tener un juez en la Corte Interamericana”, celebra.
–¿Aceptó el cargo convencido?
–No, la verdad que no. Tuve muchas dudas, pero lo acepté porque me dijeron que mis antecedentes podían facilitar la designación de un juez argentino. No fue una cuestión personal, pensé incluso que me podía quitar tiempo para la docencia y la investigación.
–¿Qué objetivo se propone como juez de este tribunal?
–Reforzar el sistema y hacerlo confiable para los países. Pulir desconfianzas, abrir canales de negociación cuando se pueda. Quisiera evitar una fragmentación que lo debilite. Nos ha sido muy útil y debe seguir siéndolo. ¿En qué? Por ejemplo, al ratificar la Convención Americana de Derechos Humanos no podíamos sancionar leyes de amnistía.
–¿Por qué usted no fue a la votación que se hizo en la OEA, en Washington? Los demás candidatos estaban.
–Como tenía dudas sobre qué sería lo mejor, no quise forzar las circunstancias y dejé que una mano superior, el destino o lo que sea lo decida. Pensé que cualquier resultado sería el bueno. Ahora sé cuál es el bueno.
–¿Imaginaba una campaña de descrédito tan fuerte? ¿Cómo vivió estos últimos días?
–Sí, no tenía la menor duda de que el monopolio iba a querer cobrarme el voto sobre la constitucionalidad de la ley de medios. Pero no viví estos días como en el 2003. Entonces tenía un interés personal en ser ministro de la Corte Suprema. Esto fue diferente, lo hacía por el país más que por mí, aunque el monopolio quiso bajarme suponiendo que ahora tenía un gran interés. El método para perseguirme mediáticamente fue el mismo de 2003: ONG fantasmas y sacar un libro de cuarenta años, que en ese entonces ya habían sacado a relucir.
–¿Cómo fue que escribió en 1980 ese libro que se cuestiona, Derecho penal militar?
–Lo que sucedía es que el viejo Código de Justicia Militar era una cuña de extraña madera en nuestra legislación y nadie le prestaba atención en el campo académico. Pero 200 mil ciudadanos argentinos sufrían reclutamiento forzoso cada año y eran sometidos a ese código, y el penalismo argentino se lo sacaba de encima diciendo que era “derecho administrativo”. Ese código preveía la pena de muerte, o sea, que para el penalismo académico argentino era posible matar como si se resolviese una exoneración en lo administrativo. Además, contenía un dispositivo trágico, que era la llamada “ley marcial”, invocada en nuestra historia para cualquier barbaridad. Entonces, afirmamos que era derecho penal y debía someterse a las garantías del derecho penal. Las previsiones extremas no eran más que los estados de necesidad como los del propio derecho penal y, como se sabe, éstos no funcionan porque alguien los invoca cuando quiere. Quedó claro en el libro que la famosa “ley marcial” no se podía imponer cuando a alguien se le antojaba, o sea que, en definitiva, se decía en el libro que no invocasen ese código para legitimar cualquier cosa, como venía sucediendo históricamente.
–¿A la larga tendría relación con la derogación del código de Justicia Militar?
–En aquel momento no nos ocupamos más que de la parte general material y no de su parte procesal, que era inconstitucional, como luego lo sostuve cuando, como abogado y en defensa de un afectado, lo llevé ante la Comisión Interamericana. Con eso dimos la patada inicial para la derogación, que culminó en 2008, por obra del gobierno de Néstor y Cristina Kirchner. Le debo agradecer a mi decano, el doctor Atilio Alterini, a la ministra Nilda Garré y al destino, también el gusto de haber participado en el proyecto de derogación. Gracias a eso nuestras renovadas Fuerzas Armadas son hoy civilizadas y hemos erradicado la pena de muerte de nuestra legislación positiva. Pero valió la pena escribir ese libro, que nunca fue mirado con simpatía en las academias, pero explicó un texto que sobrevivió vigente treinta años al libro.
–Algunas organizaciones le cuestionaron haber ejercido como juez tras el golpe del ’76. ¿Por qué siguió en el cargo? ¿Pensó dejarlo?
–Antes de llegar a la Corte Suprema fui juez desde 1969. Pasé Onganía, Lanusse, Cámpora, Perón, Isabel, la dictadura, Alfonsín y Menem. Si alguien piensa que fui servil a todos esos momentos, sería un esquizofrénico. Nunca lo fui a ninguno. La dictadura me degradó de juez federal a juez de sentencia y nunca tuve un ascenso, ni lo podía tener, porque con los fallos sobre drogas y algunos hábeas corpus, mis conflictos con algunos camaristas y lo que les informaba “radio pasillo”, obviamente, no me tragaban.
–Cuando usted habla del Grupo Clarín deja la sensación de que es mucho más que una empresa, casi que puede gobernar. ¿Qué aspiraciones ve en ese “monopolio”?
–El monopolio no tiene ideología, como todo monopolio sólo tiene un insaciable interés de lucro, y el capital que maneja lo entrelaza con el capital financiero transnacional. Teje alianzas con quien le conviene en el momento en que le conviene y las rompe cuando lo considera conveniente. Así lo hizo con Raúl Alfonsín, hasta que lo desestabilizó, luego a Carlos Menem trató de sacarle lo que pudo y finalmente lo golpeó fuerte, a Néstor Kirchner quiso seducirlo al principio y después amenazarlo, pero allí chocó con una pared, por suerte. Guiado por su afán de lucro, sólo quiere imponer una realidad única, un discurso único. No es democrático, porque con sus empleados bien pagos y con los desahuciados de la política que van gratis trata de imponer un proyecto de sociedad excluyente, que sólo sirve a la concentración de riqueza y a los negociados de los concentrados. No nos olvidemos de que siempre, detrás del “discurso único”, se agazapa el “partido único”. No nos confundamos, eso es todo lo contrario de lo republicano y lo democrático. Conmigo se equivocan, creen que voy a responder en forma medida. Se olvidan de que ahora soy nada más ni nada menos que un ciudadano. No tengo togas en que enredarme. La de la Corte Suprema ya no la tengo, y la que acaban de darme no corre riesgo de callarme dentro de mi país, porque si hubiera una denuncia contra el Estado argentino, la propia ley me impide intervenir.
–¿Un juez no puede decir lo que piensa?
–Sí puede, pero no con la libertad del ciudadano común. No puede hacer apreciaciones políticas partidistas, pero también está bastante indefenso. Hay una imagen que no se puede contaminar, los difamadores son libres, el juez sólo hasta cierto punto. Es como cuando se ataca a un perro atado. Ahora soy nada menos que un ciudadano, no tengo cadena ni bozal, puedo decirle al monopolio, por ejemplo, que mientras yo trataba de incorporar el código militar a las garantías del derecho penal, ellos brindaban y cambiaban sonrisas con Videla para hacerse de Papel Prensa, como parte de un plan económico sistemático que aún no se ha investigado del todo. Puedo decirles que ellos trataban de ridiculizar a Néstor cuando defendía el matrimonio igualitario, y ahora me calumnian porque cuarenta años antes, en tiempos de Stornewall, yo no propusiese el matrimonio igualitario y la identidad de género en el Ejército argentino. Claro que hoy soy libre de decirles que tienen una cara de cemento increíble, que no tienen ningún límite ético.
–El canciller Héctor Timerman también implicó en la campaña en su contra a La Nación.
–No extiendo este juicio a La Nación. Ante todo, es un diario y no un monopolio. Es antipopular, reaccionario y pseudoliberal, nostálgico del gorilismo de la fusiladora. Sé que marca una línea: siempre debo andar por la acera opuesta. Si alguna vez me ponderase, tendría la sospecha de que me estoy equivocando. Pero, dentro de todo, la coherencia no es poco en nuestro país.
La Corte Interamericana tiene la misión de proteger con sus fallos los derechos humanos en la región, ante posibles violaciones de los Estados parte al Pacto de San José de Costa Rica. “Su jurisprudencia es obligatoria para los países miembros”, dice Zaffaroni, a quien le espera un mandato de seis años. “Argentina ha sido uno de los países más respetuosos del sistema. Además, está llevando a cabo los juicios de lesa humanidad en forma que es ejemplar en el mundo. Merecía tener un juez en la Corte Interamericana”, celebra.
–¿Aceptó el cargo convencido?
–No, la verdad que no. Tuve muchas dudas, pero lo acepté porque me dijeron que mis antecedentes podían facilitar la designación de un juez argentino. No fue una cuestión personal, pensé incluso que me podía quitar tiempo para la docencia y la investigación.
–¿Qué objetivo se propone como juez de este tribunal?
–Reforzar el sistema y hacerlo confiable para los países. Pulir desconfianzas, abrir canales de negociación cuando se pueda. Quisiera evitar una fragmentación que lo debilite. Nos ha sido muy útil y debe seguir siéndolo. ¿En qué? Por ejemplo, al ratificar la Convención Americana de Derechos Humanos no podíamos sancionar leyes de amnistía.
–¿Por qué usted no fue a la votación que se hizo en la OEA, en Washington? Los demás candidatos estaban.
–Como tenía dudas sobre qué sería lo mejor, no quise forzar las circunstancias y dejé que una mano superior, el destino o lo que sea lo decida. Pensé que cualquier resultado sería el bueno. Ahora sé cuál es el bueno.
–¿Imaginaba una campaña de descrédito tan fuerte? ¿Cómo vivió estos últimos días?
–Sí, no tenía la menor duda de que el monopolio iba a querer cobrarme el voto sobre la constitucionalidad de la ley de medios. Pero no viví estos días como en el 2003. Entonces tenía un interés personal en ser ministro de la Corte Suprema. Esto fue diferente, lo hacía por el país más que por mí, aunque el monopolio quiso bajarme suponiendo que ahora tenía un gran interés. El método para perseguirme mediáticamente fue el mismo de 2003: ONG fantasmas y sacar un libro de cuarenta años, que en ese entonces ya habían sacado a relucir.
–¿Cómo fue que escribió en 1980 ese libro que se cuestiona, Derecho penal militar?
–Lo que sucedía es que el viejo Código de Justicia Militar era una cuña de extraña madera en nuestra legislación y nadie le prestaba atención en el campo académico. Pero 200 mil ciudadanos argentinos sufrían reclutamiento forzoso cada año y eran sometidos a ese código, y el penalismo argentino se lo sacaba de encima diciendo que era “derecho administrativo”. Ese código preveía la pena de muerte, o sea, que para el penalismo académico argentino era posible matar como si se resolviese una exoneración en lo administrativo. Además, contenía un dispositivo trágico, que era la llamada “ley marcial”, invocada en nuestra historia para cualquier barbaridad. Entonces, afirmamos que era derecho penal y debía someterse a las garantías del derecho penal. Las previsiones extremas no eran más que los estados de necesidad como los del propio derecho penal y, como se sabe, éstos no funcionan porque alguien los invoca cuando quiere. Quedó claro en el libro que la famosa “ley marcial” no se podía imponer cuando a alguien se le antojaba, o sea que, en definitiva, se decía en el libro que no invocasen ese código para legitimar cualquier cosa, como venía sucediendo históricamente.
–¿A la larga tendría relación con la derogación del código de Justicia Militar?
–En aquel momento no nos ocupamos más que de la parte general material y no de su parte procesal, que era inconstitucional, como luego lo sostuve cuando, como abogado y en defensa de un afectado, lo llevé ante la Comisión Interamericana. Con eso dimos la patada inicial para la derogación, que culminó en 2008, por obra del gobierno de Néstor y Cristina Kirchner. Le debo agradecer a mi decano, el doctor Atilio Alterini, a la ministra Nilda Garré y al destino, también el gusto de haber participado en el proyecto de derogación. Gracias a eso nuestras renovadas Fuerzas Armadas son hoy civilizadas y hemos erradicado la pena de muerte de nuestra legislación positiva. Pero valió la pena escribir ese libro, que nunca fue mirado con simpatía en las academias, pero explicó un texto que sobrevivió vigente treinta años al libro.
–Algunas organizaciones le cuestionaron haber ejercido como juez tras el golpe del ’76. ¿Por qué siguió en el cargo? ¿Pensó dejarlo?
–Antes de llegar a la Corte Suprema fui juez desde 1969. Pasé Onganía, Lanusse, Cámpora, Perón, Isabel, la dictadura, Alfonsín y Menem. Si alguien piensa que fui servil a todos esos momentos, sería un esquizofrénico. Nunca lo fui a ninguno. La dictadura me degradó de juez federal a juez de sentencia y nunca tuve un ascenso, ni lo podía tener, porque con los fallos sobre drogas y algunos hábeas corpus, mis conflictos con algunos camaristas y lo que les informaba “radio pasillo”, obviamente, no me tragaban.
–Cuando usted habla del Grupo Clarín deja la sensación de que es mucho más que una empresa, casi que puede gobernar. ¿Qué aspiraciones ve en ese “monopolio”?
–El monopolio no tiene ideología, como todo monopolio sólo tiene un insaciable interés de lucro, y el capital que maneja lo entrelaza con el capital financiero transnacional. Teje alianzas con quien le conviene en el momento en que le conviene y las rompe cuando lo considera conveniente. Así lo hizo con Raúl Alfonsín, hasta que lo desestabilizó, luego a Carlos Menem trató de sacarle lo que pudo y finalmente lo golpeó fuerte, a Néstor Kirchner quiso seducirlo al principio y después amenazarlo, pero allí chocó con una pared, por suerte. Guiado por su afán de lucro, sólo quiere imponer una realidad única, un discurso único. No es democrático, porque con sus empleados bien pagos y con los desahuciados de la política que van gratis trata de imponer un proyecto de sociedad excluyente, que sólo sirve a la concentración de riqueza y a los negociados de los concentrados. No nos olvidemos de que siempre, detrás del “discurso único”, se agazapa el “partido único”. No nos confundamos, eso es todo lo contrario de lo republicano y lo democrático. Conmigo se equivocan, creen que voy a responder en forma medida. Se olvidan de que ahora soy nada más ni nada menos que un ciudadano. No tengo togas en que enredarme. La de la Corte Suprema ya no la tengo, y la que acaban de darme no corre riesgo de callarme dentro de mi país, porque si hubiera una denuncia contra el Estado argentino, la propia ley me impide intervenir.
–¿Un juez no puede decir lo que piensa?
–Sí puede, pero no con la libertad del ciudadano común. No puede hacer apreciaciones políticas partidistas, pero también está bastante indefenso. Hay una imagen que no se puede contaminar, los difamadores son libres, el juez sólo hasta cierto punto. Es como cuando se ataca a un perro atado. Ahora soy nada menos que un ciudadano, no tengo cadena ni bozal, puedo decirle al monopolio, por ejemplo, que mientras yo trataba de incorporar el código militar a las garantías del derecho penal, ellos brindaban y cambiaban sonrisas con Videla para hacerse de Papel Prensa, como parte de un plan económico sistemático que aún no se ha investigado del todo. Puedo decirles que ellos trataban de ridiculizar a Néstor cuando defendía el matrimonio igualitario, y ahora me calumnian porque cuarenta años antes, en tiempos de Stornewall, yo no propusiese el matrimonio igualitario y la identidad de género en el Ejército argentino. Claro que hoy soy libre de decirles que tienen una cara de cemento increíble, que no tienen ningún límite ético.
–El canciller Héctor Timerman también implicó en la campaña en su contra a La Nación.
–No extiendo este juicio a La Nación. Ante todo, es un diario y no un monopolio. Es antipopular, reaccionario y pseudoliberal, nostálgico del gorilismo de la fusiladora. Sé que marca una línea: siempre debo andar por la acera opuesta. Si alguna vez me ponderase, tendría la sospecha de que me estoy equivocando. Pero, dentro de todo, la coherencia no es poco en nuestro país.
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