Bajo este rótulo, escasamente modificado por este, mi título, se desarrolló el tercer encuentro del colectivo Justicia Legítima –nombre que nunca me convenció ni aún me convence del todo– en la Biblioteca Nacional, acontecimiento sin duda muy interesante para el momento actual de nuestra manera de “hacer política” y de nuestra manera de “hacer justicia”. Sin perjuicio de las excelentes exposiciones de los dos paneles –Politización de la justicia y Judicialización de la política– integrados no sólo ni en mayoría por juristas, sino por personas dedicadas a otras ciencias o a otras actividades, yo soy de la opinión que nuestro problema es más práctico que teórico. Yo, por mi parte, si le “tengo miedo” a aquello que indica el título en este momento de la vida del país, para polemizar con la amiga jurista que formó parte de uno de los paneles con una reflexión teórica impresionante.
El problema actual nuestro deriva de una simple descripción: la mayoría legislativa que obtiene el Gobierno para sus programas políticos establecidos por ley del Congreso de la Nación, no sólo por el voto de los legisladores de su partido o coalición, sino incluso mediante la adhesión de algún otro bloque político según la ocasión, le importa un bledo a la minoría circunstancial, que no opina ni desea opinar, sino que piensa en otra forma de contrarrestar esa mayoría, y parece haber hallado el mecanismo para lograr algún éxito, verbigracia, el acudir a un juez o un tribunal para paralizar la puesta en práctica de aquello que fue decidido parlamentariamente, esto es, democráticamente, en tanto el Parlamento representa a las provincias argentinas, por una parte, y a los habitantes de la Nación, por la otra. El dicho “mecanismo” cuenta para ello con varias realidades: la expansión en este país de las llamadas “acciones de clase” o similares, que, al menos en algún punto, permiten a los tribunales dejar el caso concreto para decidir “en abstracto”; la proliferación de una llamada “justicia preventiva” que tiene en su cúspide a las medidas cautelares de cualquier índole, ni siquiera supuestas y estrictamente limitadas –tanto según su contenido como temporalmente– por la ley, como debería ser, sino tan sólo permitidas por cláusulas legales abiertas, supuestas como extraordinarias, pero aplicadas de ordinario, y, actualmente todavía más allá con las tituladas “precautelares”, aparentemente aún menos condicionadas que las cautelares; la alegría y facilidad con la que los jueces argentinos, de toda instancia y poder, “declaran –o predican acerca de– la inconstitucionalidad de las leyes”, incluso de oficio, y evitan su aplicación práctica, algo inédito e insólito en los poderes judiciales del mundo occidental, cualquiera que sea su régimen jurídico. El caso es patético, pues aun cuando algunas leyes parlamentarias han conseguido, oportunamente, una mayoría tal de adhesión que representa a casi todo el espectro de partidos políticos, por tanto, de ciudadanos y de provincias, y, por ende, casi puede hablarse de unanimidad, los jueces inhiben su aplicación real (léase, por ejemplo, ley de medios audiovisuales). La prueba de que éste es el verdadero problema real y práctico –que, por supuesto todos deberíamos pensar que se aplicará también en el futuro cualquiera que sea el cambio político por elecciones populares, pues la hoy “minoría” podría invertir su papel gracias al voto de los ciudadanos, la hoy “mayoría” ocupar el papel contrario y recurrir a esta misma herramienta para evitar el gobierno de los más– está dada por la realidad de que, cuando la Constitución requiere, formalmente, una mayoría parlamentaria calificada, allí la minoría ha utilizado su poder parlamentario e inhibido la ley o, incluso, el acto sobre el cual está llamada a opinar.
Este es, sin duda alguna de mi parte, el problema práctico que requiere solución. Y de él deriva el hecho real de que jueces y funcionarios judiciales aparecen hoy divididos por razones ideológicas, como no puede ser de otra manera conforme al mecanismo antes descripto. Yo ya he expresado, sintéticamente, que no es posible conceder a todo tribunal, sin discriminar, de primera o de ulteriores instancias, unipersonal o colegiado, el enorme poder que configura el control de constitucionalidad de las leyes. Sin reclamar una “reforma constitucional” –no es correcto cambiar de Constitución como quien cambia su calzoncillo– estimo que el Parlamento nacional puede, en su caso, conceder este poder únicamente a nuestra Corte Suprema de Justicia -con la integración de jueces que considere conveniente pues la Constitución no limita el número ni lo sugiere- y establecer un procedimiento para cuando, seriamente –lo que significa también excepcionalmente–, la aplicación de la ley es impugnada sobre la base de la CN. Para ello, básicamente, existen dos posibilidades: la primera, aplicada mayormente en los países de orden jurídico cercano al nuestro, consiste en la denuncia del tribunal que recibe la impugnación y la suspensión de la decisión final hasta después de que se pronuncie la Corte sobre el punto; la segunda, que me conforma más a mí, consiste en la concesión de un recurso de revisión de la sentencia ante la Corte, sin interrupción del procedimiento y la sentencia regulares, por predicar alguna de las partes la inconstitucionalidad de la ley aplicada en la sentencia, recurso que por regla general, no tendría efecto suspensivo de la ejecución de la sentencia, salvo que la misma Corte, a pedido del interesado, ordene ese efecto.
* Profesor titular consulto de Derecho Penal y Derecho Procesal Penal de la UBA.
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