Nunca en nuestra historia estuvimos situados ante una alternativa tan radical: el excapitán candidato a la Presidencia, Jair Bolsonaro, que se presenta con todas las características del nazifascismo que causó millones de víctimas en Europa en la Segunda Guerra Mundial, y enfrente Fernando Haddad, al que no se le puede negar espíritu democrático. Bolsonaro mismo declaró que no le importa ser comparado a Hitler. Se ofendería si lo llamasen gay.
Cometió muchas barbaridades contra las mujeres, los negros, los indígenas, los quilombolas [habitantes de los quilombos], los LGBT, haciendo incluso apología abierta de notorios torturadores, dejó claro, en declaraciones inescrupulosas, que pretende imponer una política represiva contra esos grupos como política de Estado. No sorprende que tenga el más alto rechazo en las encuestas de intención de voto.
Entendemos su resonancia pues no son pocos los que quieren orden en la sociedad a cualquier precio y que rechazan cualquier tipo de políticos a causa de la corrupción que corroe este país. Siempre, la búsqueda del orden sin la preocupación simultánea por la justicia social ni por los procedimientos jurídicos correctos, fue el humus que alimentó y alimenta aún hoy a los grupos de derecha y de extrema derecha. Con Hitler fue así: Ordnung muss sein: «por encima de todo, el orden», pero un orden impuesto mediante la represión y el envío de judíos, gitanos y opositores a los campos de exterminio.
Bolsonaro explota esta búsqueda del orden a cualquier precio, incluso con la militarización del gobierno, como ya ha sido publicado en la prensa. En caso de ganar –¡el cielo nos libre!– colocará en los ministerios clave a generales, en su mayoría jubilados, pero con una mentalidad francamente derechista y autoritaria. Hasta propone eventualmente un auto-golpe, es decir, Bolsonaro como presidente puede convocar a las fuerzas armadas, disolver el Parlamento e instaurar un régimen autoritario y altamente represivo.
No tenemos otra alternativa que unirnos, más allá de los intereses partidistas, para salvar la democracia y no permitir que Brasil sea considerado en todo el mundo un país políticamente paria. Esto afectaría a gran parte de la política latinoamericana, especialmente a aquellos países cuyas democracias son frágiles y están bajo el fuego del pensamiento derechista que crece en el mundo entero.
No es de extrañar que conglomerados financieros que viven de la especulación, asociados a empresarios que no tienen ninguna consideración por el futuro de su patria, sino sólo por sus propios negocios, y asociados a los burócratas del Estado afectos a la corrupción y a las negociaciones turbias, constituyan la base social de sustentación de un tal régimen autoritario de cariz fascista y nazi.
Sería una ruptura inédita en nuestra historia nunca vista antes. Los militares y empresarios que dieron el golpe de 1964 eran por lo menos nacionalistas, y exaltaban un crecimiento económico a costa de los bajos salarios y del control riguroso de las oposiciones, con arrestos, secuestros, torturas y asesinatos, confirmado hoy hasta por documentos provenientes de los órganos de seguridad y de la política exterior de Estados Unidos.
El pueblo brasileño, que tanto ha sufrido ya a lo largo de la historia, primero bajo el látigo de los señores de esclavos y después por la super-explotación del capitalismo nacional, no merece sufrir todavía más. Tenemos con él una deuda que nunca llegamos a pagar, que nos será reclamada hasta el juicio final.
Alimentamos la esperanza de que el buen sentido y la voluntad de reafirmar la democracia de la mayoría de los votantes, nos librarán de este verdadero castigo que, ciertamente, no merecemos.
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