martes, 24 de octubre de 2017

ESPIRITUALIDAD EN TIEMPO DE CRISIS, Por Frei Betto

El Brasil se parece hoy a una persona atropellada por un camión y que, a pesar de sus graves heridas, escapa viva. Aplastadas e infectadas están la política, la ética, la ciudadanía, la representación parlamentaria, aunque la economía dé señales de recuperación, a pesar de los 14 millones de desempleados.

Decía san Agustín que la esperanza tiene dos hijas preferidas: la indignación y el valor. La indignación para contestar a lo que no está bien; y el valor para cambiar la situación.

Ante tan nefasta coyuntura, asociada a la creciente violencia (homicidios, asaltos, drogas), la nación reacciona con indignación (en conversaciones y en las redes digitales) y apatía (en las calles y en los movimientos sociales).

La indignación se manifiesta en expresiones de odio y desprecio; la apatía, en la sensación de que es inútil protestar en las calles, pues se quitó un gobierno corrupto para dar lugar a otro peor…

¿Y qué tiene que ver eso con la espiritualidad? Pues de ella depende nuestro ánimo. Cuando nos dejamos arrastrar por el nihilismo somos tragados por la inercia y por el individualismo. Esa indiferencia corroe nuestra subjetividad, y objetivamente legitima el poder que nos somete a sus degenerados propósitos.

Toda la narrativa bíblica es un canto a la resistencia y a la esperanza. Ni No hay ni un solo libro en ella que no retrate el conflicto histórico y el choque entre opresores y oprimidos. Entretanto Yavé suscita lo nuevo cuando en reciprocidad todo parece decrépito: desde la gestación de Sara, siendo ya vieja, a la acción liberadora de Moisés contra el faraón, en cuya familia creció él; desde la brisa suave de Elías hasta el pequeño David, de quien no se esperaba nada.

Dios se encarnó en una coyuntura profundamente conflictiva. Palestina estaba sometida por el Imperio Romano. Herodes promovió el infanticidio. José, María y Jesús se refugiaron en Egipto. Juan Bautista asesinado por el gobernador Herodes Antipas. Jesús criticado por fariseos y saduceos; expulsado de la sinagoga; traicionado por uno de sus discípulos; apresado, torturado y juzgado por dos poderes políticos y ejecutado en la cruz. Su resurrección, mientras tanto, comprobó que la justicia prevalecerá sobre la injusticia y la vida sobre la muerte.

Los tiempos de crisis requieren la espiritualidad del grano de mostaza pequeño e insignificante, pero de él puede brotar lo que en el futuro cambiará el rumbo de la historia. Espiritualidad del tesoro escondido y de quien sabe que vale la pena cavar el terreno hasta encontrarlo. Espiritualidad del ciego Bartimeo que, por confiar en la acción divina, volvió a ver con claridad.

La espiritualidad es una acción subjetiva de paciencia histórica y actuación confiada para cambiar el actual estado de cosas. No basta la protesta; urge tener propuestas. No es suficiente con reclamar; es necesario actuar. De nada sirve odiar, hablar mal, criticar. Más vale arremangarse y, como decía Juan Bautista, empuñar el hacha y dirigirlo a la raíz del árbol podrido.

La espiritualidad impide introyectar lo que sucede a nuestro alrededor. No somatizar la realidad circundante. Al contrario, de ese distanciamiento brechtiano reunir energías para transformar lo viejo en nuevo, lo arcaico en moderno, el escepticismo en esperanza.

En los años 1960 yo pensaba que mi futuro personal iba a coincidir con el tiempo histórico. Hoy sé que no participaré en la cosecha, pero me planteo la cuestión de morir como semilla.

El futuro será siempre fruto de lo que sembramos en el presente. No hay salida para la inesperada irrupción de un acontecimiento político, ni por el retroceso al pasado. La espiritualidad en tiempo de crisis exige cabeza fría, mente alerta, corazón solícito. No dejarse ahogar en las mareas negativas.

La historia está repleta de ejemplos de hombres y mujeres que lo tenían todo para enclaustrarse en sus nichos familiares y profesionales y, mientras tanto, se atrevieron a sacar al aire la bandera de un futuro mejor: Gadhi, Luther King, Mandela, Chico Mendes, Zilda Arns y la albanesa Anjesé Gonxhe Bojarchiu, más conocida como Madre Teresa de Calcuta.

A los ojos de sus contemporáneos, Jesús fracasó. A los ojos de la historia, marcó definitivamente la historia humana. Porque confió en que la menor de las semillas se transforma en un árbol frondoso.




Frei Betto es escritor, autor de “Reinventar la vida”, entre otros libros.
www.freibetto.org/> twitter:@freibetto.

Traducción de José Luiz Burguet Huerta





Copyright 2017 – Frei Betto - QUIÉN ES FREI BETTO



El escritor brasileño Frei Betto es un fraile dominico. conocido internacionalmente como teólogo de la liberación. Autor de 60 libros de diversos géneros literarios -novela, ensayo, policíaco, memorias, infantiles y juveniles, y de tema religioso en dos acasiones- en 1985 y en el 2005 fue premiado con el Jabuti, el premio literario más importante del país. En 1986 fue elegido Intelectual del Año por la Unión Brasileña de Escritores. 



Asesor de movimientos sociales, de las Comunidades Eclesiales de Base y el Movimiento de Trabajadores Rurales sin Tierra, participa activamente en la vida política del Brasil en los últimos 50 años.

martes, 17 de octubre de 2017

LA ERA GEOLÓGICA DEL ANTROPOCENO VERSUS LA DEL ECOCENO, Por Leonardo Boff



El primero en elaborar una ecología de la Tierra como un todo, todavía en los años 20 del siglopasado, fue el geoquímico ruso Vladimir Ivanovich Vernadsky (1963-1945). El autor confería carácter científico a la expresión “biosfera” creada en 1875 por el geólogo austriaco Eduard Suess. En los años 70, con James Lovelock, se desarrolló la teoría de Gaia, la Tierra que se comporta como un superorganismo vivo que siempre produce y reproduce vida. Gaia, nombre griego para la Tierra viva, no es un tema de la New Age, sino el resultado de minuciosas observaciones científicas.

La comprensión de la Tierra como Gaia ofrece la base para políticas globales, como por ejemplo el control del calentamiento de la Tierra. Si sobrepasa dos grados Celsius (estamos cerca de eso), miles de especies vivas no tendrán capacidad de adaptarse y de minimizar los efectos negativos de la situación así modificada. Desaparecerían. Si se produjese en este siglo un “calentamiento abrupto” (entre 4-6 grados Celsius) como prevé la sociedad científica norteamericana, las formas de vida que conocemos no subsistirían y la supervivencia de gran parte de la humanidad correría serio peligro.

Varios científicos, especialmente el holandés Paul Creutzen, premio Nobel de química, y el biólogo Eugene Stoermer se dieron cuenta, ya en el año 2000, de los cambios profundos ocurridos en la base físico-química de la Tierra y acuñaron la expresión antropoceno. Desde 2011 esta expresión viene ocupando páginas en los periódicos.

Con el antropoceno se quiere señalar el hecho de que la gran amenaza de la biosfera, que es el hábitat natural de todas las formas de vida, es la agresión sistemática de los seres humanos a todos los escenarios que juntos forman el planeta Tierra.

El antropoceno es una especie de bomba de relojería que se está montando, y que, al explotar, puede poner en peligro todo el sistema-vida, la vida humana y nuestra civilización. Se plantea la pregunta: ¿qué hacemos colectivamente para desarmarla? Aquí es importante identificar lo que hicimos para que se conformase esta nueva era geológica. Algunos lo atribuyen a la introducción de la agricultura hace 10 mil años cuando empezamos a intervenir en los suelos y en el aire. Otros creen que fue a mediados del siglo 18 cuando se inició el proceso industrial que implica una intervención sistemática en los ritmos de la naturaleza, introduciendo contaminantes en los suelos, en las aguas y en el aire. Algunos sitúan la fecha en 1945 con la explosión de dos bombas atómicas sobre Japón y los posteriores experimentos atómicos que dispersaron radiactividad por la atmósfera. En los últimos años, las nuevas tecnologías que han actuado sobre la Tierra agotando sus bienes y servicios naturales, han causado también que se lancen a la atmósfera toneladas de gases de efecto invernadero y se depositen miles de millones de litros de fertilizantes químicos en los suelos, que causan el calentamiento global y otros eventos extremos.

El imperativo categórico es que urge cambiar nuestra relación con la naturaleza y la Tierra. Ya no se puede considerar un mostrador de recursos de los que podemos disponer a nuestro gusto, principalmente para la acumulación privada de bienes materiales. La Tierra es pequeña y sus bienes y servicios son limitados. Es necesario producir todo lo que necesitamos, no para un consumo desmedido, sino para una sobriedad compartida, respetando los límites de la Tierra y pensando en las necesidades de los que vendrán después de nosotros. La Tierra les pertenece a ellos y se la tomamos prestada para devolvérsela enriquecida.

Como se deduce, cabe subrayar que tenemos que inaugurar el contrapunto a la era del antropoceno, que es la era del ecoceno. Es decir: la preocupación central de la sociedad ya no será el desarrollo/crecimiento sostenible, sino la ecología, el ecoceno, que garantice el mantenimiento de toda la vida. A ello deben servir la economía y la política.

Para preservar la vida es importante la tecnociencia, pero igualmente la razón cordial y sensible. En ella se encuentra la base de la ética, la compasión, la espiritualidad y el cuidado fervoroso de la vida. Esta ética del cuidado imbuido de una espiritualidad de la Tierra nos comprometerá con la vida contra el antropoceno. Por lo tanto, es necesario construir una nueva óptica que nos abra hacia una nueva ética, poner sobre nuestros ojos una nueva lente para que nazca una nueva mente. Tenemos que reinventar al ser humano para que sea consciente de los riesgos que corre, pero sobre todo, para que desarrolle una relación amistosa hacia la Tierra y se haga el cuidador de la vida en todas sus formas.

Hace 65 millones de años cayó un meteoro de 9,6 km de diámetro en la Península de Yucatán en México. Su impacto fue equivalente a 2 millones de veces la energía de una bomba nuclear. Tres cuartos de las especies vivas desaparecieron y junto con ellas todos los dinosaurios, que habían vivido durante 133 millones de años sobre la faz de la Tierra. Nuestro ancestral, pequeño mamífero, sobrevivió.

Ojalá esta vez el meteoro rasante no seamos nosotros, carentes de responsabilidad colectiva y sin el cuidado esencial que protege y salva la vida.

jueves, 12 de octubre de 2017

"LOS SANTOS INOCENTES (1984). EL DESALMADO ROSTRO DE UNA SOCIEDAD, Por Luis Carlos Muñoz Sarmiento

Nota del editor: Después de la masacre en la revista francesa Charlie Hebdo, el 7 de Enero de 2015, escribí, en este blog, una nota que se titulaba: "Entre los Santos Inocentes y los Perros de Paja", relacionando los momentos de humillación vividos en ambas películas, por personajes de las mismas, y sus desenlaces, con la humillación que "Occidente", le ha provocado al mundo musulmán, desde la segunda guerra mundial, hasta el presente. Aquí la nota: http://vagosperonistas.blogspot.com.ar/2015/01/entre-los-santos-inocentes-y-los-perros.html




Los santos inocentes (1984)
El desalmado rostro de una sociedad

Luis Carlos Muñoz Sarmiento
Rebelión


Capítulo del libro Cine & Literatura: el matrimonio de la posible convivencia, Universidad Los Libertadores, Bogotá, 2014, 141 pp.: Cap. II, pp. 55 a 65.



A Valentina in memoriam, santo inocente de quien nunca lograré desprenderme.

Y a Santiago, de quien tampoco quiero…



En 1984 se estrenó en España una de las películas más sorprendentes, cautivantes y reveladoras de cuantas se hayan proyectado posteriormente en Colombia, país en el cual fue conocida dos años después. Con motivo de un aniversario más de dicho acontecimiento audiovisual, a continuación se intentará desentrañar parte del espíritu de esta obra, dirigida por el español Mario Camus, cuya lucidez, humanismo y tratamiento de la parábola política, referida a un grupo de desheredados de la tierra, difícilmente encuentra un equivalente dentro del panorama cinematográfico contemporáneo; así como tampoco es fácil hallarlo dentro de la relación literatura y cine específicamente en cuanto tiene que ver con la libertad de adaptación, que llega hasta la transgresión, la capacidad para modificar personajes, hechos y situaciones y la destreza en el manejo del lenguaje: hecho que sorprendió positivamente al autor de la novela.

A través del lenguaje, Camus logró transformar el original literario en una pieza fílmica de alto vuelo poético, sin traicionar en ningún momento la idea central del argumento, objetivo de toda buena adaptación. De un denso contenido realista, inmerso en aguas o, peor, en el lodo de la política, sin caer, eso sí, en el manido recurso al mamertismo (el recurso al dogma y al sectarismo, sin atender a razones del interlocutor), calamidad de frecuente uso en ciertas latitudes. Latitudes en las que aún se piensa que cualquier expresión artística debe retribuir los favores políticos y que el cine debe llevar una fuerte carga ideologizante como en los casos del realismo socialista, con su culto a la personalidad, del tendencioso parnellismo, no maccarthysmo, con su negación del ser, y, en el plano nacional, del otrora poderoso yugo peceemelista… del Partido Comunista Marxista Leninista, con su insatisfecho espíritu burgués, de descarado proselitismo. Y no, como tiene que ser para que la intolerancia sea minada, una ideología bien cimentada que, de ningún modo, representa una carga; una ideología sin tintes proselitistas cercana a las relativas verdades del arte y lejana de las absolutistas mentiras del poder: poder que encarnan hombres y mujeres informes y faltos de vida.

La obra del cineasta y guionista español Mario Camus, quien abandonó el derecho para ingresar en la Escuela Oficial de Cine, al diplomarse con la práctica El borracho (1963) se movió en adelante por un evidente e irrefrenable deseo de comunicación popular, bien sea dentro de obras de temática social, sencillas aunque bien contextualizadas (Los farsantes, 1963, su ópera-prima; del mismo año, Young Sánchez), comerciales mas no indignas ni que dejen de cuestionar, así se trate de un spaghetti western (La cólera del viento, 1970), relacionadas con piezas de clásicos como Calderón de la Barca y Lope de Vega (La leyenda del alcalde de Zalamea, 1972) o con la tragedia o el drama (Con el viento solano, 1965, Los pájaros de Baden-Baden, 1975, Los santos inocentes, 1984). Esta última, con base en la novela homónima de Miguel Delibes y con la cual Mario Camus (Santander, 20.IV.1935) se dio a conocer en América Latina de forma más amplia y de paso se mostró en la plenitud de sus conocimientos teóricos, técnicos y de realización, con una mayor dosis de riesgo, valor e imaginación. Sin conceder nada.

Entretanto realizó Muere una mujer (1964) y filmes de encargo, como los musicales Cuando tú no estás (1966), Al ponerse el sol (1967) y Digan lo que digan (1968), para el cantante Raphael, y Esa mujer (1969), para Sara Montiel. Su estilo se definió con Fortunata y Jacinta (1979), sobre la obra de Pérez Galdós, una serie televisiva que supuso su consagración como adaptador de textos literarios. Dentro de este campo realizó con gran éxito La colmena (1982), Oso de Oro en Berlín; Los santos inocentes (1984), por la que los actores Alfredo Landa y Paco Rabal fueron premiados ex aequo en Cannes por la mejor interpretación y el filme recibió el Premio Especial del Jurado ecuménico; y La casa de Bernarda Alba (1987), adaptación del drama de García Lorca. En otras obras su enfoque social tiene un tono más intimista, como en Sombras en una batalla (1993), con Carmen Maura, una veterinaria, y Joaquim de Almeida, su compañero, sobre el terrorismo de ETA, que fue promocionada bajo el lema “el olvido es la única venganza y el único perdón” o Amor propio (1994), que con cada vez mayor certeza y complejidad describen la historia de un regreso. Otras películas suyas: La vieja música (1985), La rusa (1987), sobre la obra de J. L. Cebrián, Después del sueño (1991), Adosados (1996), El color de las nubes (1997), La ciudad de los prodigios (1999), que participó en Mar del Plata ese año, y La playa de los galgos (2002), de nuevo abordando la temática etarra, esta vez con un panadero que busca a su hermano. En 2011, recibió un Goya de Honor por la Academia de Cine Español.

Los santos inocentes es una muestra de cine depurado, libre de manierismos, carga ideologizante y lastres literarios, entendidos estos como yugos retóricos que hubieran podido incidir en la calidad plástica del filme. Partiendo de una novela de “ciento sesenta y seis páginas de letra grande y abierta”, según Miguel Delibes (1920-2010), el cineasta Mario Camus escribió un guión fiel y, no obstante, libre, junto a Antonio Larreta y a Manuel Matji, en el que se eliminaron personajes y escenas que restaban fluidez al relato y cuya asunción hubiera representado un enriquecimiento vital, quizás, pero también, lo que hubiera sido grave, un desequilibrio de la puesta en escena, tanto como un peligroso incremento en la duración del filme: preciso, hasta en su extensión.

Así, Rogelio, el otro hermano de Nieves y de Quirce, no encuentra sitio en el filme, como tampoco lo va a tener Ireneo, el hermano muerto de Azarías y de Régula. Otro episodio que se suprimió en la adaptación y que en el texto tiene su importancia, dada la tradición católica y ante todo el prurito cristiano del general Francisco Franco (1936/75), periodo dentro del que se ubica la historia, fue el del deseo de Nieves por hacer su Primera Comunión: su inclusión, si no inoportuna, pues iría en contravía del nuevo carácter que el cineasta le imprimió al personaje, al menos hubiera forzado a agregar una secuencia con su correspondiente extensión. A estos hechos hay que sumar la capacidad de Camus para aportar sus propias ideas, con el fin de hacer una auténtica re-creación de la obra primigenia: enriquecer el discurso cinematográfico y no, como podría pensarse, traicionar el sentido del referente literario, aunque de hecho, se reitera, llegue a la transgresión; aquí, sin carga peyorativa alguna, toda vez que habla de la habilidad del cineasta para obviar, con inteligencia y sin temor, situaciones que hubieran podido resultar bochornosas para el espectador contemporáneo, entrado ya en un avanzado estadio de laicismo, dadas las lastimosas evidencias y resultados de un credo impuesto, durante más de 40 años, a sangre y fuego, y sin más derecho a la tierra que la que miles de españoles llevaron en las uñas mientras huían de España durante la Guerra Civil (1936-39) hacia distintos puntos de la geografía europea. Situación aberrante, sellada luego con un inaudito e inexplicable Pacto de Silencio entre España y Francia.

En octubre de 2013, los responsables de la asociación Jueces para la democracia criticó al Ejecutivo español, por incumplir la Ley de Memoria Histórica y recordaron que España, con más de 114.000 desaparecidos durante la Guerra Civil es “el segundo país del mundo, tras Camboya, con mayor número de personas víctimas de desapariciones forzadas cuyos restos no han sido recuperados ni identificados” […] “No podemos compartir de ningún el modo el discurso de que la recuperación de la memoria democrática suponga reabrir heridas. Resulta inadmisible que un Estado democrático siga negando a toda la sociedad el derecho a conocer el pasado y la necesidad de establecer un plan de administración programado, sistemático y financiado públicamente que permita con agilidad la localización y la sepultura digna de todas aquellas personas que fueron asesinadas con ocasión del golpe militar de 1936 y la posterior represión franquista”, dice el comunicado. (Natalia Junquera, El País, 9.X.13).

Entonces, a la historia primitiva de Los santos inocentes, tal vez por una interior e imperiosa necesidad de equilibrio, Camus le insertó otra historia de su propia invención: la de Quirce y Nieves redimidos, una réplica a la manifiesta sumisión de Paco El Bajo y de Régula: el primero, con su inocultable comportamiento perruno y la segunda con su recurrencia al vicio verbal-actuante a mandar que pa’eso estamos. Con aquella historia de redención que simboliza la urgencia de justicia y ecuanimidad que tiene el ser humano, el director de La colmena, basada en la obra homónima de Camilo José Cela, el Nobel que nunca debió ser, demostró que, operando sobre una obra literaria de regular extensión, el tema no obliga en exceso al cineasta; al contrario, lo deja en libertad y le permite quitar o añadir de acuerdo con su capacidad de creación e incluso de transgresión: no existen obras sagradas dentro de la literatura que no se puedan adaptar… pues eso no habla de la dificultad del referente sino de la incapacidad del adaptador. Hecho que, por contraste, demuestran adaptaciones como la de La muerte en Venecia, por Luchino Visconti, sobre la obra original de Thomas Mann; la de El lugar sin límites, por Arturo Ripstein, basado en la novela homónima de José Donoso; la de El tambor de hojalata, por Volker Schlöndorff, según la novela de Günter Grass.

Los santos inocentes, la novela, está ambientada en terrenos de un cortijo de Extremadura, en la década de 1960. La familia campesina conformada por Paco y Régula y sus hijos Nieves, Quirce, Rogelio y Charito, La Niña Chica, viven en una humilde casa de barro al servicio de los señores del cortijo trabajando, obedeciendo y recibiendo humillaciones sin rechistar, a riesgo de ser echados sin atenuantes. Su única esperanza es que sus hijos estudien para que puedan abandonar la triste vida que llevan. Charito padece parálisis cerebral y permanece recluida en una cuna. Un día, tras ser expulsado de un cortijo vecino, a la familia se suma el hermano de Régula, Azarías, alegórico nombre que en hebreo significa “fuerza de Dios”. Pero, él sólo usa la suya. Tiene cierto retraso mental y a la vez una conducta instintiva y mecánica. Sus únicas preocupaciones son atender a La Niña Chica y cuidar de su Milana bonita, una grajilla que, a través de la historia, deviene fundamental en la construcción del clímax ulterior. Sin embargo, lo más importante, es que mantiene una vital relación con la Naturaleza, es un marginado involuntario, siente una bondad natural hacia los seres que lo rodean.
Francisco "Paco" Rabal

Los santos inocentes, la película, narra la historia de una familia campesina española que, tal como ocurre aún, vive subordinada a la clase que domina la tierra, usufructúa los recursos y maneja a su antojo el destino de sus integrantes Paco El Bajo, Régula, el hermano de ésta, Azarías, Quirce y Nieves, hijos de los dos primeros… sin contar el de su tullida hermanita, la ya citada Charito, especie de alegoría de la tragedia que a dicha familia le toca soportar, suerte de metáfora del estatismo existencial que rodea sus vidas, de la incomunicación imperante entre sus miembros y que, a manera de llamado de atención, sólo se ve alterada por los esporádicos y desgarradores lamentos de aquella chiquilla, de aquel santo inocente, que no obedecen propiamente a un caprichoso llamado de atención sino a la imperiosa necesidad de restablecer el equilibrio vital por medio de la justicia poética: una metáfora para contrarrestar los efectos nocivos de la ignominia humana. Para que, por fin, haya una sociedad más justa, menos desigual.

De ahí la atmósfera del filme, en bruma, frío y silencio, que se percibe especialmente cuando la familia se encuentra en la raya, otro símbolo utilizado para determinar las diferencias de clase entre súbditos y patrones, es decir, la sempiterna lucha de clases. Diferencias que los segundos les seguirán haciendo notar a los primeros cuando en un gesto de engañosa nobleza (que más bien representa un insoportable complejo de culpa y una urgente necesidad de expiación), don Pedro le diga a Paco El Bajo que “ya es hora” de que junto a su familia pase a vivir en El Cortijo, lo que en realidad significa fuera de él y así lo señala un portón. En ese espacio de opresión, apenas Quirce y Nieves abrigan el sueño de liberación (el que no puede excluir a Azarías y su coprológica rebeldía pues él encarna la esencia liberadora, actitud que parece desprenderse naturalmente de su nombre), aprendiendo a leer y a escribir y buscándose su propio empleo, lejos de un espacio patronal en el que apenas caben la renuncia y la obediencia, la resignación y el silencio, características de la servidumbre.

A dicha servidumbre Camus contrapone una aristocrática familia española de clara tendencia franquista compuesta básicamente por la señora Marquesa, Myriam (la hija sensible), el mayordomo don Pedro (el cornudo), su casta esposa Purita y el señorito Iván (emblema de la ignominia), quien a hurtadillas o de frente corteja a la anterior. La historia de aquella familia campesina que se debate entre la opresión, la crueldad y la perversión de éstos últimos no encuentra fácilmente, en la historia del cine, un equivalente ni en la ternura mostrada por la primera, ni en la violencia ejercida por los segundos, si se exceptúan los filmes sobre el esclavismo como Mandinga; el racismo, Mississippi en llamas; o la explotación del hombre, De ratones o de hombres, pésimamente retitulada La fuerza bruta. Campesinos y neo-feudalistas representados por personajes penetrantes tanto en su lealtad y solidaridad (recuérdese la resistencia de Régula a que Azarías sea llevado a un centro benéfico), como en su infidelidad e indiferencia: aquí cabe citar el triángulo (no precisamente) amoroso, don Pedro-Purita-señorito Iván, así como la actitud de éste ante los accidentes de Paco El Bajo.

En este punto hay que advertir que aunque el tema o la idea básica de Los santos inocentes sea la explotación del hombre, dicho tema no determina el valor ético del filme pues este es consecuencia lógica de la honesta mirada que Camus lanzó sobre la humanidad de los protagonistas sin hacer juicios de valor, igual que de la soberbia actuación de ellos como de la verosímil recreación de hechos y situaciones, como hasta ahora sólo se había hecho, entre otros pocos filmes, en ese otro fresco bucólico en movimiento llamado El árbol de los zuecos y, más recientemente, en El poblado de cartón, ambos del italiano Ermanno Olmi, o en aquella hermosa parábola sobre a quién pertenece la tierra, titulada El campo, del irlandés Jim Sheridan o en aquella poderosa síntesis sobre la metáfora de las estrellas-hombres conocida como La historia sencilla, del gringo David Lynch, hasta ese momento un retorcido cineasta: una prueba más… y no cualquiera sobre cómo el arte no obedece a intenciones o que entre más escondidas estén mejor será el resultado, y cómo el tema manda sobre el artista y no al revés.

Gracias a tales aspectos, el filme de Camus permitió corroborar que los terratenientes o explotadores no son fantasmas del pasado, que el feudalismo no se acabó en la Edad Media y que, por el contrario, aún es posible asistir a execrables faenas de crueldad humana. No en vano, decía Nietzsche: “La crueldad es uno de los placeres más antiguos de la humanidad”. A lo que se podría agregar: también, uno de los más recientes. Una de esas execrables faenas en la que si no fuera por el tacto, la mesura y la compasión (padecer con…) que Camus muestra en la narración, aquella atmósfera dominada por la melancolía, la sordidez y las privaciones, resultaría insoportable para el espectador: aunque para no pocos sigue resultando insoportable, quizás por la demasiada verdad que habita el filme, más de la que la gente es capaz de aguantar. Atmósfera que, dicho sea de paso, no es lenta sino grave y ya se sabe que a vuelo de pájaro sólo puede ser abordado lo superfluo; al respecto, decía Schiller: “Hay que detenerse en las cosas con amor”. Y eso hacen Camus y Burmann, el hombre de la cámara, a lo largo del metraje. Descrito desde la perspectiva de cada uno de los miembros de aquel núcleo (con excepción de Régula, personaje estático y no dinámico como los otros y a la que le está dado estar en el centro del hogar, el fogón de la cocina, que tiene una mirada endógena, no exógena como el resto de narradores… y, desde luego, de la niña tullida: un grito sordo de protesta contra la iniquidad del mundo) sobre el que se cierne la injusticia del señorito Iván y de su cíclica ascendencia, Los santos inocentes tiene la forma de la parábola política exenta de vicios panfletarios, el aspecto de la denuncia sin velos maniqueístas y el rostro de la verdad desnuda al margen de posibles manipulaciones.

En ella, a veces el espectador parece recibir las impresiones de la cámara en forma de sensaciones, producidas por luz y sombras, imagen y sonido. Impresiones y sensaciones que parecen, a su vez, desprenderse naturalmente de cada intérprete, escena, secuencia o situación, en especial cuando mediante el recurso del flash back, se cuentan las peripecias de Paco El Bajo y de Azarías, encarnados de manera indeleble por Alfredo Landa (1933-2013) y Francisco Rabal (1926-2001), respectivamente. Rabal, fallecido poco después de filmar ese prodigio de filme sobre la luz y las sombras, privilegio, en este caso, del pintor Francisco de Goya… titulado Goya en Burdeos (1999) y dirigido por Carlos Saura. Paco El Bajo, las proyecta a través de una sorprendente y al parecer hereditaria debilidad, de una eficaz pero lamentable sumisión que pareciera esconder una posible vocación por el maltrato: conviene recordar su desconcertante olfato canino, el que lo convierte casi en un perro que habla y que le permite saber cuándo se acerca Azarías, dónde cayó una paloma, cuándo viene el señorito Iván o cuándo hará buen o mal tiempo. Azarías, quien en sí mismo es un símbolo, las envía en forma de metáforas de defensa, burla y, sobre todo, rebeldía (actitud que se relaciona con la de Quirce y la de Nieves): entonces, orina en sus manos para que “no sangrienten [sic] durante el día” y con ellas mismas despluma a las pitorras, cuenta (mal) las mazorcas y las habichuelas (“1, 2, 3… 8, 12, 43, 44…”) y arrastra a la señorita Myriam hacia los objetos de su amor, a la vez de su desgracia; adicionalmente, defeca en cualquier parte (de la casa señorial) como el animalito que con tanto esmero cuida y del que con tanto dolor tiene que desprenderse, por la deshumanización y el egoísmo del señorito Iván, aquél defensor a ultranza del conservadurismo y de la reacción, de las jerarquías y de las estructuras de poder (y de joder). Aunque, en realidad, Paco y Azarías se encuentran en las antípodas respecto a la arrogancia inexcusable que debe enfrentar el primero y a la insumisión liberadora que decide encarnar el segundo en su trato hacia el señorito y hacia el resto de la camada conservadora y clerófila que representa su familia.

Una familia neo-feudal que ejerce la opresión sobre los que considera sus súbditos, con una naturalidad que aterraría hasta al más bellaco en la que durante cuarenta años fue la nación más atrasada de Europa occidental: un lugar donde campearon a sus anchas el caciquismo, la miseria, el analfabetismo pero no como lastres sino como sucedáneo de lo deseable, de buenas costumbres, en fin, de lo aceptable: lo que jamás se debe cuestionar o si no de inmediato caen los falsificadores de las evidencias para aplicar Justicia, la que vive en un piso adonde la Ley no llega, porque entretanto ha quedado exhausta de contar cadáveres. Una familia conservadora, monarquista, ultra católica, que para ciertos sectores de la derecha y de la extrema derecha, decididos siempre a trasmutar en virtudes las evidencias de la corrupción, no refleja otra cosa que el patético sentir de una mayoría alienada por las recias y castrenses voces de quienes siempre vieron a su país como una hacienda: según datos del documental Morir en Madrid, de Frédéric Rossif, en 1936, es decir, a comienzos de la Guerra Civil, que no se extendió sino para la historia oficial hasta 1939, en España sólo “veinte mil personas eran dueñas de la tierra y había provincias enteras en manos de un solo hombre”. Y eso que no eran sino, más o menos, 501.000 kilómetros cuadrados, “casi como Francia”, en los que quedaron tendidos entre 150 y 200 mil cuerpos de diversos orígenes: españoles, catalanes, vascos, africanos, entre los cuales no pocos “musulmanes” de los 40 mil que pelearon por una guerra ajena, italianos, alemanes, rusos, ingleses e irlandeses, entre ellos, claro, los de las Brigadas Internacionales a los que Dolores Ibárruri, La Pasionaria, les dio las gracias por su participación, como después lo hará George Orwell con Homenaje a Catalunya y Ken Loach con su filme Tierra y Libertad, en el que dejó claro que el enemigo de un grupo político, los anarquistas, casi siempre está por dentro: el POUM o Partido Obrero de Unificación Marxista, trotskista, cuyo más enconado rival era el leninista PSUC o Partido Socialista Unificado de Cataluña. Una familia, en últimas, anclada en la abyección, el vicio, la aberración, que sus aberrados, viciosos y abyectos dirigentes, encabezados por el generalísimo Francisco Franco y por el falangista José Antonio Primo de Rivera, les ayudaron a cimentar sin mucho alarde pero, también, sin el menor cargo de conciencia ni de responsabilidad con la historia.

En conclusión, de no mediar la lucidez, el gusto y la estética de Camus, Los santos inocentes hubiera podido caer en la red de lo que algunos señoritos de la crítica posmoderna llamarían “cine desalmado”… sin detenerse a pensar que desalmado no es el cine ni quienes lo hacen sino el universo a partir del cual se han re-creado filmes como Cabo de miedo, Petróleo sangriento, No es país para viejos y, por supuesto, Los santos inocentes, uno de los episodios de la historia del cine más tiernos y a la vez descarnados y hasta, ¡por qué no!, desalmados: adjetivo que apunta a quienes ejercen la violencia, no a quienes no les queda otro remedio que padecerla. Desalmados como el señorito Iván, aquél tirano que al final encuentra lo que con tanto ahínco inconsciente había buscado, a manos de aquél otro presunto desalmado, Azarías, quien, pese a ser “corto de entendederas” para cierto tipo de cacería, representa el paradigma de la lucidez en medio de tanto odio ciego injustificado e indiferenciado, pero que pasa por un simple y natural comportamiento ancestral, y quien es tan inocente como Paco El Bajo y su familia de toda la violencia física y moral que sus amos les imponen con los guantes de seda de la hipocresía… para tranquilidad de la conforme sociedad restante. Como inocentes son muchos de los lectores de aquellos críticos que escriben desde cómodas poltronas, ajenos a la crueldad, la ignominia y la deshumanización de una sociedad tan próxima como la descrita por Camus en Los santos inocentes. Sociedad de la que dichos críticos no se han percatado quizás porque la espuma en la que se hunden, para estar cómodos, les viene ocultando desde hace tiempo su desalmado rostro…

FICHA TÉCNICA: Título original: Los santos inocentes. País: España. Año: 1984; Color; 107 min. G: Mario Camus, Antonio Larreta, Manuel Matji. D: Mario Camus. F: Hans Burmann. Mús.: Antón García Abril. I: Paco El Bajo (Alfredo Landa); Régula (Terele Pávez); Azarías (Francisco Paco Rabal); señorito Iván (Juan Diego); Purita (Ágata Lys); don Pedro (Agustín González). P: Julián Mateos, en colaboración con TVE. Distribución local: Cine Colombia.

Notas consultadas luego de escrito el ensayo:




Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Estudios de Zootecnia, U. N. Bogotá. Periodista, de INPAHU, especializado en Prensa Escrita, T. P. 8225. Profesor Fac. de Derecho U. Nacional, Bogotá (2000-2002). Realizador y locutor de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños: Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2014). Fundador y director del Cine-Club Andrés Caicedo desde 1984. Colaborador de El Magazín de El Espectador. Ex Director del Cine-Club U. Los Libertadores y ex docente de la Transversalidad Hum-Bie (2012-2015). Invitado al V Congreso Internacional de REIAL, Nahuatzén, Michoacán, México, con Roberto Arlt: La palabra como recurso ante la impotencia (22-25/oct/12). Invitado por El Teatrito, de Mérida, Yucatán, para hablar de Burgess-Kubrick y Una naranja mecánica (27/oct/12). XXIV FILBO (4-16.V.11): Invitado por MinCultura a presentar el ensayo Arnoldo Palacios: Matar, un acto excluido de nuestras vidas (MinCultura, 2011), en Pabellón Juvenil de Colsubsidio (13/may/11). Invitado al II Congreso Internacional de REIAL, Cap. Colombia, Izquierdas, Movimientos Sociales y Cultura Política en Colombia, con el ensayo Arnoldo Palacios: Matar, un acto excluido de nuestras vidas , U. Nacional, Bogotá, 6 a 8/nov/2013. Invitado por UFES, Vitória, Brasil, al I Congreso Int. Modernismo y marxismo en época de Pos-autonomía Literaria, ponente y miembro del Comité Científico (27-28/nov/2014). Escribe en: www.agulha.com.brwww.argenpress.com www.fronterad.com www.auroraboreal.net www.milinviernos.com Corresponsal www.materika.com Costa Rica. Co-autor de los libros Camilo Torres: Cruz de luz (FiCa, 2006), La muerte del endriago y otros cuentos (U. Central, 2007), Izquierdas: definiciones, movimientos y proyectos en Colombia y América Latina, U. Central, Bogotá (2014), Literatura, Marxismo y Modernismo en época de Pos autonomía literaria, UFES, Vitória, ES, Brasil (2015) y Guerra y literatura en la obra de J. E. Pardo (U. del Valle, 2016). Autor ensayos publicados en Cuadernos del Cine-Club, U. Central, sobre Fassbinder, Wenders, Scorsese. Autor del libro Cine & Literatura: El matrimonio de la posible convivencia (2014), U. Los Libertadores. Autor contraportada de la novela Trashumantes de la guerra perdida (Pijao, 2016), de J. E. Pardo. Espera la publicación de sus libros El crimen consumado a plena luz (Ensayos sobre Literatura), La Fábrica de Sueños (Ensayos sobre Cine), Músicos del Brasil, La larga primavera de la anarquía – Vida y muerte de Valentina (Novela), Grandes del Jazz, La sociedad del control soberano y la biotanatopolítica del imperialismo estadounidense, en coautoría con Luís E. Soares. Su libro Ocho minutos y otros cuentos (Pijao Editores, 2017) fue lanzado en la XXX FILBO (7/mayo/2017), dentro de la Colección 50 Libros de Cuento Colombiano Contemporáneo: 50 autores y dos antologías. Hoy, autor, traductor y, con Luís Eustáquio Soares, coautor de ensayos para Rebelión. 


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