lunes, 25 de junio de 2018

EL HOMBRE IMPOSIBLE, Por Josefina Minatta para Vagos y Derecho (Taller Literario)



Federico Castillo conoció a Villarino en la bohemia noche de Buenos Aires. Por esa época, Castillo era habitué de La Giralda, un bar notable de la calle Corrientes, donde solía esperar la madrugada escribiendo poesía inspirado en Enrique Molina, o bien leyendo a Hegel. Algunas de esas noches eran dedicadas a una fervorosa discusión política. Convocaba a la juventud, que se le arrimaba, y el bar hacía las veces de sede de asamblea: Había que derrocar al régimen, erradicar el capitalismo, generar conciencia de clase, volver a discutir la reforma agraria. En esas reuniones, Castillo diseñaba, junto a otros, planes de acción que nunca se materializaban. Podría decirse que era un soñador con vasta audiencia. 

Solía acompañarse de una copita de Cubana Sello Verde; la última era siempre invitación de la casa: Invitaban por cortesía, y lo invitaban además a retirarse. Era hora de bajar la persiana. Castillo tomaba de buen grado el sorbo que restaba y se despedía hasta dentro de un rato, con los textos bajo el brazo, rumbo a la parada del 102 o el 37. 

En ese entonces vivía solo. Había tomado la decisión porque su amor por los libros había primado por sobre la paciencia que pudo tenerle su familia. Entonces había resuelto volver a la casona materna, deshabitada y antigua, de la calle Gutiérrez. Allí conservaba recuerdos familiares. Fotos, bombillas de plata, las armas viejas de su padre, las enciclopedias de la niñez. También estaban ahí, esperando la sucesión, varios cuadros originales de pintores exquisitos. Quinquela y Berni, Castagnino. Y su favorito, Ricardo Carpani. Lo único valioso de esa casa, decía Castillo, eran esas manos rudimentarias y obreras que evocaban a algún otro Castillo, compadrito y tanguero, y que pendían de las paredes amarillas. 


El 1 de julio de aquel año Castillo encendió motores. Elevó la voz, se puso colorado, y la furia le brotó de un modo tragicómico. Si no fuera porque apareció Villarino en escena, el intercambio terminaba en piñas. Había discutido con un antiperonista del PC que en cierto momento citó con ignorante orgullo la Junta para la Recuperación Patrimonial, un hecho infame a los ojos de Castillo, que se le fue al humo. 

De pecho y frente lo paró Villarino: Pará papá, no ves que es un pibe, no ves que anda incursionando… déjalo que saque sus propias conclusiones, ¿no ves que por lo menos piensa en política? 

Esa noche amanecieron allí, hablando de bueyes perdidos. A Villarino le interesó la dialéctica, así que se quedaron en el bar, cómodamente hasta el alba. A esa le siguieron varias noches de copas y pasiones. Escuchaban a Gardel o a Cafrune en la fonola y algunas veces probaban al billar, donde ahí sí, Villarino se lucía con aires de pavo real, esperando impresionar al escaso público femenino. Cuando había futbol, la cita era mas temprano. Castillo era fanático de River. En cambio, a su amigo, el futbol le daba lo mismo. 


Aquella noche, Castillo llegó mas tarde que de costumbre. Contó que venía de reunirse con los jefes. Que la cosa había cambiado. Que ya no se precisaban abogados como él, empecinados en hacerles cumplir las leyes a los bancos. Le dijeron que la actividad bancaria era fundamental para el desarrollo de un país, que sin ir más lejos, sin bancos nadie cobra el sueldo. ¿Entiende, Castillo? En este organismo vamos a ayudar la actividad bancaria, no la vamos a entorpecer, vamos a acompañar el verdadero desarrollo para un floreciente progreso. 

Su trayectoria contra la criminalidad económica se le había volcado en contra. De nada serviría explicar que el no estaba opuesto a los bancos sino al abuso de los bancos. 

Le ofrecieron irse a la biblioteca de un ministerio. Castillo les cantó las cuarenta. Les dijo que así no era posible erradicar la corrupción, que las cuevas financieras eran impunes, que fugaban capitales al exterior, que eso perjudicaba la economía nacional, les dijo miserables hijos de puta crápulas gorilas cipayos entreguistas antinacionales lamebotas del FMI. Amenazó con denunciarlos a la prensa y a los gremios. 

Ja, ¿Qué prensa? ¿Qué gremios, Castillo? Tosco murió hace rato… 

Era eso, o un sumario administrativo cuyas razones ya pensarían. 

Aceptó finalmente la biblioteca como fatal destino. Después anduvo vagando, errante y vacío, por el centro que sabía querer. Llevaba treinta años de su vida incorruptible luchando contra el delito financiero. Se consolaba, sin embargo, de soñar sus últimos años entre libros. A fin de cuentas, Castillo amaba los libros. Lloró amargamente, no por la biblioteca que lo esperaba sino por la impotencia de saber que por fin habían neutralizado al último heredero de Baigún. Ya no quedaban quijotes vivos para detener a la impunidad financiera. En cierta forma, estaba viviendo su propio duelo. 

A medianoche encontró al amigo en la mesa de siempre, acodado en el mármol blanco de la mesita del fondo, y lo invitó a su casa. Juntos bebieron vodka y pisco por igual, hasta quien sabe cuándo. 


Cuando abrió los ojos, caía la tarde y sintió el invierno sin estufa. Se vio a sí mismo hecho un ovillo en la alfombra de cuero de vaca traída de Entre Ríos, rodeados de botellas vacías, vasos desparramados, un vinilo partido en dos. Quien sabe por qué vuelta iría el disco de Billie Holliday. Se había meado encima y le faltaba una media. Se le partía la cabeza y apenas alcanzó a llegar a la pileta de la cocina a vomitar sobre los trastos sucios que tenían ya dos o tres días. 

Buscó, como pudo, unas sales efervescentes en el cajón del modular y agua fría para bajar la resaca. Sentado en la mesa de la cocina, observó el caos de la casa, muestra cabal de su miseria. Recordó que había llorado, que habían escuchado a Jorge Falcón, a Manzi en su poética. Miró el desorden de la casa. Las copas, las botellas, el disco roto. Ahí se dio cuenta que había algo mas. Las paredes estaban inmensamente amarillas y los clavos desnudos denunciaban lo peor. Faltaba Carpani y faltaban los demás. 

Maldito Villarino. 


La policía llegó inmediatamente a invadirlo todo. Huellas, fotos, flashes, precintos, peritajes, testigos de procedimiento. En la puerta de calle se amontonaron las chusmas, tratando de averiguar si Castillo había partido a mejor vida o estaba acusado de algún delito menor. 

Lo interrogaron como dos horas. 

¿Por qué había varias copas usadas si solo vino su amigo? 

¿Usted bebe con frecuencia? 

¿Por que no sabe el domicilio de su amigo? ¿y el nombre de pila? 

¿En qué carácter trae a su casa a personas cuyo nombre desconoce? 

¿Tiene testigos del hecho? 

¿Viajó recientemente a países árabes? 

¿Cómo piensa probar ser dueño de las obras si no tiene los títulos de propiedad? 

¿qué pruebas tiene sobre la existencia de esas obras? 

¿las obras estaban aseguradas? 

¿Usted es gay? 

¿Consume drogas? 


Castillo echó a patadas al oficial de policía. No le sorprendió tanto que pusieran el foco de sospecha en la víctima. En cierto modo, la profesión lo había acostumbrado a esas grotescas formas. Su paciencia se agotó cuando fue acusado de ser poco diligente en la custodia del arte: Los cuadros se guardan en el banco, Castillo, le dijo graciosamente el jefe del operativo. 

¿En que banco me sugiere que confíe? ¿En el que fuga la guita a Delaware o en el banco chino que fugó a Bahamas, jefe Gorgory? En el banco me recontra cago, le seré muy sincero, pedazo de gil. 

Cuando le estaban labrando el acta por desacato, simuló hablar con un ministro. La cosa quedó ahí, pero la policía, estaba claro, no se esforzaría en buscar sus cuadros. 



Poco tiempo después lo citaron de juzgado. Le pedían los papeles de las obras, año, firma, valuación, estado de conservación, datos del imputado, testigos del hecho, ultimas tasaciones, críticas de cada obra. Si tenían novedades, lo llamarían. 


Villarino, como era de suponer, desapareció del mundo y Castillo retomó parte de su rutina de escribir poesía, pero modificó los horarios. Ahora prefería las tardes soleadas y el mate cocido. Caminaba algunas cuadras por la avenida, repleta de librerías y teatros. Hurgaba por deporte en las mesas de saldos y miraba de lejos las vedettes de las marquesinas. Después pedía un sanguche de pan francés con salame y manteca. A veces se encontraba con Ivanna, una poetisa amiga radicada en Paris que solía volver de tanto en tanto. Fue ella quien esa tardecita le dio la pista. Había visto sus cuadros a la venta, en una paquetona galería sobre Parera. Había tomado fotos con su celular, simulando estar interesada. Los vendían a un fangote y no había duda. Eran los suyos. 

Con la data precisa y el móvil en mano, se fue hasta la tercera a pedir que rescataran los objetos del robo. 

Los agentes le dijeron que sin orden no podían allanar la galería, que había que preguntarle al juez, que se necesitaba un abogado, que si realmente estaba seguro que eran suyos… Finalmente Castillo los convenció, y allá marcharon, a la recoleta galería. Se trataba de una verdadera referencia del arte local, ubicada en un exclusivo rincón de la city. Su dueño era más conocido por su afición a las fiestas pomposas que solía ofrecer en Tapalqué que por su cultivado espíritu. Cuando entraron al local, el dueño no estaba. Sin embargo, colgados, restaurados y sublimes, allí estaban los cuadros de Castillo. 



Los policías llamaron al juez, que dijo que había que esperar al otro día. La encargada del local pedía por favor que la policía se retire del lugar, que resultaba una verdadera vergüenza acusar a una entidad de prestigio, que demandarían al responsable de esta farsa. 

Temprano en la mañana siguiente, Castillo se presentó al juzgado con el escrito: Encontré mis cuadros, señor juez. Resulta evidente que la mencionada galería se dedica a la compraventa de arte robado, por lo que solicito se impute como autor del hecho a su dueño y se restituyan las obras a mi persona, ya que soy su verdadero dueño. 

El juez lo atendió muy amablemente. En tono exageradamente cordial le explicó que el galerista se había presentado de inmediato a estar a derecho, que había mostrado unos papeles que lo acreditaban como dueño y que había pedido ser designado tenedor de buena fe. Le sugirió que la base del problema era tener los cuadros en la casa, sin registrar, y que además no había avisado a Interpol para anotar las obras como robadas. El galerista consultó a interpol antes de comprarlas y no figuraban con pedido de captura. Por tales motivos, dijo el juez, me veo en la obligación de consignar como depositario judicial hasta que todo el hecho se dilucide, al galerista. Tiene que comprender, Castillo. Es un hombre muy serio. Las adquirió de buena fe… En definitiva, mi amigo, usted no me trajo los títulos que lo consignan como dueño, no trajo testigos, no trajo siquiera el nombre de pila del tal Villarino. Los cuadros de valor se guardan en el banco, Castillo. Usted entenderá. 

En ese instante comprendió que era de una enorme inocencia de su parte intentar caminos legales. Se sintió iluso como abogado recién recibido. Así que cortó por lo sano. Se despidió en todo amable, casi burlesco de su señoría, y decidió que haría justicia por mano propia. 




El primer paso de su plan fue volver a la bohemia. Eso lo acercaba al mundo intelectual y artístico de la ciudad. En esas veladas de encuentro con otros escritores, escultores y poetas se dedicó a desprestigiar a esa cueva del arte robado. También relató con detalles el proceder del galerista estafador a cada cliente del bar notable. El método daba buenos resultados porque Castillo era un referente under de la cultura y además provenía de una familia de estirpe, que, aunque venida a menos, conservaba el estilo y las influencias. Los compradores de arte descreyeron velozmente del devaluado galerista y según dicen, jamás logró ubicar las obras de Castillo. Un caño de agua del piso de arriba explotó sobre la exposición, inundándola hasta los dos metros y causando pérdidas irreparables al singular dueño. Esa fue su mayor justicia. 


De Villarino volvió a tener noticias a través su hermana María Eugenia. Castillo lo supo cuando la hermana, embobada, le dijo que conoció un adorable señor. “Tendrías que conocerlo, vende perfumes exóticos europeos traídos especialmente, en versiones limitadas. Es importador y exportador. Me llenó de halagos, dice que mi belleza es única y que soy inteligente; es muy buen observador. Se dio cuenta que, de todas, soy la única que no guarda el dinero en la cartera. Es un hombre sumamente encantador, cultísimo, Federico. Fuimos a la terraza del Café París y entonó “No habrá Ninguna Igual…” 



Castillo tuvo una clarividencia o una corazonada. Era el tipo. Con las pistas de María Eugenia, lo descubrió infiltrado en la fiesta del Rose Door, adonde iban las chicas de la sociedad porteña a bailar. 

Villarino vestía ahora una pilcha de dandy y desparramaba sonrisas y perfumes por igual. Decidió observarlo antes de actuar, desde lejos y atrás de un cortinado bordó de terciopelo, como el de los teatros. No había diseñado un plan y ver otra vez al rufián lo puso nervioso e inquieto. Tenía que pensar bien antes de abordarlo. 

Lo vio acercarse a las mesas de las señoritas, acariciándolas con descaro, tomarlas de la cintura, acercarse a todas más de la cuenta. 

A rato de verlo descubrió que les robaba el dinero de las carteras, en combinación con una moza. El las entretenía. Ella abría los bolsos aprovechando el descuido. Después lo vio perderse en los jardines del Rose Door y decidió seguirlo. 


La siguiente parada de Villarino fue por el bajo, en un barcito cercano a Retiro. Allí lo vio entrar y encontrarse con la camarera del Rose Door: se repartieron dinero y después lo vio besarla en la boca. La muchacha parecía joven y bajita. Se la veía felizmente impresionada por Villarino. El hablaba y ella reía. Castillo añoró esos días en que también él era querido. 

A eso de las ocho la muchacha lo dejó solo. Desde la puerta del boliche le tiró un beso y le gritó “adiós, Maurice”. 

Esa fue la primera vez que Castillo escuchó el nombre del tipo. Pensó que no podía llamarse Maurice, porque con Villarino no combina. 

Supuso que podía ser un alias, un apodo, un nombre de guerra. A fin de cuentas, Villarino había sido una farsa. El nombre que le dio a la chica también debía serlo. 

Agazapado atrás del pizarrón que ofrecía guiso de lentejas, lo vio pagar, tomarse de un saque el último vino y ponerse el sobretodo verde ingles que (pensó) también sería robado. Lo vio salir y lo siguió, a pie, por esa callecita oscura y solitaria. Llevaba consigo un facón antiguo, por las dudas. Lo tocó por debajo de la camisa para sentirse protegido. 

¡Villarino, Alto! Le gritó. 

El hombre siguió, sin inmutarse ni darse vuelta. Tampoco apuraba el paso. 

¡Maurice, soy Castillo! 

Lo alcanzó, tras aligerar su propia marcha, casi corriendo. 

El hombre se dio vuelta y lo miró como quien mira a un maleante. Estaba diferente, sin dudas. Se había rapado, llevaba lentes y aquel sobretodo pituco que también olía a perfume caro y distinguido. 

¡Como me cagaste, traidor de cuarta…! 

El hombre sonrió, sin perder la estampa ni la paz inalterable que Castillo no supo interpretar. Lo enfrentó a los ojos y le dijo unas palabras en francés que tampoco comprendió. Era su voz. Su maldecida y acariciada voz. 

El hombre giró sobre sus pasos y continuó su marcha, solitaria y lenta, empedrado arriba por Basavilbaso. 

Un desorientado Castillo lo vio perderse, verde y mystérieux, en la niebla de la noche, dudando que fuera él, o un ruin ladrón, o aquél pulido señor francés, o un fantasma más de la incierta ciudad. 



Josefina Minatta, julio 2016 

































viernes, 22 de junio de 2018

EL LLAMADO DE LAS ISLAS, Por Francisco Luis Lanusse para Vagos y Derecho (Taller Literario)




EL LLAMADO DE LAS ISLAS

A veces las islas
vuelven como un llamado.

Traen de obsequio
una cualidad que insinúa otro mundo
cuando en verdad es él, a quien no reconocemos.

Se parece a un resplandor,
al abrir de una puerta
para que el sol alumbre un aposento.

¿Es nuestro ser
ese recinto en penumbras,
acotado por cuidados que abrazamos
como  a un salvavidas ambiguo?

¿En qué aplomos
andaba el Apóstol camino a Damasco,
cuando al rodar ni vio ni comió por tres días?

Esplendor de las islas en Noviembre…

El reverbero
de sus costas es capaz, también,
de ocasionar cegueras;
limpiar escamas de los ojos
hasta dar con el niño que fuimos,
maravillado ante un dorado que salta en los riachos.

Porque el arrimo
de las islas desmantela
ese redil que llaman Realidad,
denuncia prodigios que no se toman,
desguarnece mezquindades.
¡El llamado de las islas!

El bosquecillo
de la orilla y el muelle,
el pontón, el botador, la maraña,
el siseo de los álamos, el centelleo del sol.

El rojo del otoño
en el falso ciprés del Sagastume,
el lobito de río, el martín pescador a ras del agua.

Y ese vuelco de agosto, despidiendo al invierno.

Sólo algo surgido
de la entraña de los elementos
puede exhalar
esa tibieza anunciando primavera,
su gusto a brote, a barro, a expansión.

Es el retorno               
de la calidez al Delta,
con la que el espíritu anhela
subir de nuevo hacia los grandes ríos.



lunes, 18 de junio de 2018

A PARANÁ, Por Horacio Enrique Blanc para Vagos y Derecho (Taller Literario)




A   PARANÁ

Agonizante sol que al caer voltea
su gris de ausencias sobre el río ancho,
a la hora que mi alma llama
versos que vagan por el aire.

En tu ribera del oriente
“Paraná de las Bajadas”,
mis coplas buscan alas
donde soplan las barrancas.

Cuando desde las sombras me aproximo
a la estatura de tus luces titilantes.
Surto ya, mi camalote errante,
en los arenales que anclan los sauces.


                            Horacio Enrique Blanc
                                                     (Abril de 2004)

viernes, 15 de junio de 2018

VARÓN Y MUJER: IGUALDAD Y SUBORDINACIÓN. CONTRADICCIONES DEL CRISTIANISMO, Por Leonardo Boff

El cristianismo originario fundado en las prácticas de Jesús y posteriormente de San Pablo había instaurado una ruptura en la línea de la igualdad de género. Pero no se sostuvo. Sucumbió a la cultura dominante predominantemente machista que subordinaba la mujer al varón. Cualquier motivo fútil permitía el divorcio, dejando a la mujer desamparada.

El propio apóstol Pablo, contradiciendo el principio de igualdad, bien formulado por él (Gal 3,28), podía decir de acuerdo al código patriarcal: "el varón no procede de la mujer, sino la mujer del varón; ni el varón fue creado para la mujer, sino la mujer para el varón; debe, pues, la mujer usar el signo de su sumisión (el uso del velo: 1Cor 11,10).

Estos textos, que algunos estudiosos consideran inserciones posteriores a Pablo, serán blandidos a lo largo de los siglos contra la liberación de las mujeres, de forma que el cristianismo histórico -principalmente la jerarquía romano-católica, no tanto los laicos-, se constituyó en un bastión de conservadurismo y de patriarcalismo. Ese cristianismo histórico no vivió proféticamente su propia verdad, ni rescató en su nombre la memoria libertaria de sus orígenes, ni cuestionó la cultura dominante. Al contrario, se dejó asimilar por esa cultura dominante, e incluso creó un discurso ideológico para su naturalización y su legitimación, hasta los días actuales, al menos a nivel de los discursos papales, en contra de lo que los teólogos y teólogas enseñan desde hace mucho tiempo. Bien decía una feminista alemana M. Winternitz: "La mujer siempre ha sido la mejor amiga de la religión; la religión, sin embargo, jamás ha sido amiga de la mujer".

A esa ideologización de trasfondo bíblico-teológico se añadió otra de orden biológico. Se admitía antiguamente que el principio activo en el proceso de generación de una nueva vida dependía totalmente del principio masculino. Se planteaba, entonces, la cuestión: si todo depende del varón, ¿por qué entonces nacen mujeres y no sólo varones? La respuesta, tenida como científica por los medievales, era la de que la mujer es una desviación y una aberración del único sexo masculino. En razón de ello, Tomás de Aquino, repitiendo a Aristóteles, consideraba a la mujer como un mas occasionatus (un varón a medio camino), mero receptáculo pasivo de la fuerza generativa única del varón (Summa Theologica I, q. 92, a. 1 ad 4). Y todavía argumentaba: "La mujer necesita del varón no sólo para engendrar, como hacen los animales, sino también para gobernar, porque el varón es más perfecto por su razón y más fuerte por su virtud" (Summa contra Gentiles, III, 123).

Tales discriminaciones, aunque sobre otras bases, ahora psicológicas, resuenan modernamente, para perplejidad general, en los textos de Freud y de Lacan. Con razón se dice que la mujer es la última colonia que todavía no ha logrado su liberación (M. Mies, Woman, the Last Colony, Londres, Zed Books 1988).

El sueño igualitario de los orígenes sobrevivirá en grupos de cristianos marginales, o entre los considerados herejes (Shakers de Inglaterra), o será, si no, proyectado para la escatología, al término de la historia humana. Hubo que esperar a los movimientos libertarios feministas europeos y norteamericanos, a partir de 1830, para hacer valer el antiguo sueño cristiano. A la luz de los ideales de la Ilustración que afirmaban la igualdad original y natural entre hombres y mujeres, Sarah Grimké podría escribir sus Cartas sobre la igualdad de los sexos y la condición de la Mujer (1836-1837), inspiradas en los textos bíblicos libertadores, y en 1848, en Séneca Falls, Nueva York, las líderes cristianas feministas pudieron formular la Declaración de los Derechos de la Mujer, calcada de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, y por fin comenzar a publicar en 1859 la Biblia de la Mujer en Seattle.

A partir de entonces se formó la irrefrenable ola del feminismo y del ecofeminismo modernos, movimientos seguramente de los más importantes para el cuestionamiento de la cultura patriarcal en las Iglesias y en las sociedades, y que representan un nuevo paradigma civilizacional.

Es importante resaltar que del grupo de feministas nos vino una de las críticas más severas al paradigma racionalista de la modernidad y la introducción de la categoría "cuidado" en la discusión de la ética, centrada tradicionalmente en la justicia. El eco-feminismo representa una de las grandes corrientes de la reflexión ecológica actual, que refuerza el nuevo paradigma relacional.










miércoles, 13 de junio de 2018

MARCHANTA (a LA), Por Juan Carlos Gil para Vagos y Derecho (Taller Literario)


  Y se fueron de copas   No era un paisaje organizado   Un farolito capitaneaba la gira


Tenían sobretodos tachados  Los gatos solfeaban rumores de cartón  Puñales 

fingidos escondidos entre la ropa alardeaban una muerte  Manos lloronas sin dioses ni

violines  Otros que no llevan nada miran la vereda   A ella se la veía desnuda

Llegando al centro mismo del fastidio  La cuidan los fieles y tiernos cajetillas    El

idiota levantó la mano   Ellos tenían un plan completo como una paz sin destino   Hay

grupos de sol orillero en la alborada  El canto de pipas marineras anuncian la mañana

Bailarines de tango solitarios se mezclan con alfiles   En el rincón retraído de un

poema las prudentes presencias   Y todos … casi todos   Durmieron en la plaza

aquella noche. 



Juan carlos gil

lunes, 11 de junio de 2018

CLARA, Por Rita Barnia para Vagos y Derecho (Taller Literario)


Cuando llegó a la estación de Retiro habían pasado 20 horas desde que salió del pueblo. No había podido dormir casi nada. El tren venía completo y no pudo acomodarse muy bien en esos asientos duros. Era delgada y menuda, con el pelo negro y lacio que le caía sobre los ojos profundos y oscuros. Tenía una mirada desconfiada cuando alguien le hablaba. Desde que salió, cuando subió al tren, sentía en el cuerpo el sol a plomo del mediodía y la boca con gusto a tierra. Hacía como seis meses que no llovía y ya se empezaban a morir los animales. No había plata para comprarles forrajes y el agua ya estaba bastante escasa. No hubiera querido irse sino acompañar a su madre y ponerle el pecho a la situación. Ella ya estaba grande para seguir luchando y, aunque había pasado muchas penurias y malos tiempos, estuvo siempre acompañada por su padre y después por sus hermanos. Ahora la veía cansada, sin fuerzas, como mas avejentada y además ya solo quedaba su hermano mas chico en casa y no por mucho tiempo. Doña Elisa era una morocha alta, con apenas unas pocas canas a pesar de haber entrado en los sesenta, con el rostro curtido por los soles de tantos años, pocas arrugas para su edad y falta de cuidado y las manos grandes y ásperas. Los ojos parecidos a los de Clara tenían una sombra desde que había muerto su padre hace diez años. Ya no era la misma. No sonreía seguido ni cantaba como solía hacerlo apenas se levantaba, mientras preparaba el desayuno para ella y sus tres hermanos varones. Raúl, el mayor, se había ido apenas murió el viejo. Con la excusa que nunca le gustó el campo había aceptado una suplencia como docente en la ciudad y hacía unos años lo habían titularizado. Se había casado con una compañera de la escuela primaria que también trabajaba con el, tímida y triste, y tenían tres chicos que casi nunca veían. El del medio, Coco, se subió arriba de un camión porque según el era la manera mas barata de viajar y conocer el mundo y hacía como 3 años que no sabían donde estaba. Solo quedaba Andrés que con sus veinte años no iba a soportar mucho más en la casa paterna. Soñaba con irse como sus hermanos, no tenía todavía decidido donde, pero cualquier oportunidad que se le presentara iba a ser buena para el.

Era la primera vez que estaba en Buenos Aires, era una noche de enero y el clima de la ciudad la ahogaba. Aunque eran como las once parecía que nunca iba a refrescar, el calor salía del asfalto como una estufa. En su casa ya estaría agradable para dormir, con el viento moviendo los árboles. Cuando cruzó la plaza y tomó la avenida le impresionó la cantidad de autos. Miró hacia arriba y vio los edificios altísimos con los pisos todos iluminados. Se preguntó si la gente trabajaría hasta tan tarde. Que vida podrían tener. Cuando llegaran a su casa sus hijos están durmiendo, si los esperaba alguien. 

A su madre le llevo un mes convencerla de que aceptara el trabajo que le habían ofrecido. Que en la ciudad iba a haber más oportunidades, que podría ahorrar, que el dinero que les pudiera mandar a ellos le iba a servir mas que lo que pudiera ayudar en el campo y finalmente la convenció. Sabía que iba a extrañarlos pero lo tomó como un sacrificio, como una deuda que tenía que pagar por tanto cariño y cuidado recibidos. 

Apretó la valija que llevaba y empezó a caminar rápido, un poco asustada de la gente que pasaba a su lado. Le habían hablado bastante de las cosas que pasaban en Buenos Aires y estaba un poco sugestionada. Sacó de la cartera el papel donde Beto le había anotado la dirección y como llegar. No podía dejar de estremecerse cuando pensaba en el, se le aflojaban las piernas y se le oprimía el pecho. Había llegado hacía 6 meses a Laguna Bella buscando trabajo y a su madre le vino bien una mano mas. Le ofreció casa y comida y un pequeño jornal que podría incrementarse según como fueran las cosas. Tenía el pelo largo y rubio y unos hombros fuertes. Las manos no parecían las de jornalero, por lo menos los que ella estaba acostumbrada a ver. Eran suaves y fuertes, como para acariciar. La primera vez que se fijó en ella Clara iba para el aljibe a con los dos baldes diarios. Sintió que su mirada la atravesaba y pudo disimularlo muy mal. Siguió caminando y cuando se asomo al pozo parecía que todo le daba vuelta, que el agua giraba a una velocidad increíble y despedía colores. Fueron solo segundos y consiguió enderezarse porque seguro que se caía si seguía en ese estado.

Cuando bajo del colectivo y cruzó la calle vio la pensión que el le había indicado con una luz amarillenta en la puerta. Tocó un timbre roto que sonaba desafinado y después de varios intentos salió una mujer gorda y mal vestida que la miró de arriba abajo. Ella le preguntó por Beto y le dijo que el la estaría esperando, que el tren se había retrasado y que no pudo avisarle. Con el cigarrillo colgando de la boca y un olor ácido que le impedía respirar le hizo lugar para que pasara y con un ademán le indicó que la siguiera. La llevó hasta una pieza donde había tres chicas más que parecían extranjeras, maquillándose como para salir. La saludaron amablemente y le indicaron su cama. Eran dos dominicanas y una peruana. Les preguntó por Beto pero ellas le dijeron que no lo conocían, pero que se quedara tranquila que si el le dijo que viniera posiblemente apareciera a la mañana. Se recostó en la cama y estaba tan cansada que se quedó profundamente dormida. Tuvo unos sueños extraños donde aparecía Beto que la llamaba y ella corría y cuando estaba por alcanzarlo desaparecía. Se despertó transpirando a las 4 de la mañana, justo cuando entraban sus compañeras de cuarto. La tranquilizaron como a una nena y apagaron la luz. Cuando se despertó era bien entrada la mañana y se escuchaban toda clase de ruidos. Salió al patio y se enfrentó con la misma mujer de la noche anterior, que a la luz del sol parecía peor. Le dijo que esa noche iban a empezar con el trabajo. Cual sería, pensó Clara, ya que Beto le había hablado de una oficina en el centro, como secretaria y no le habían dado ninguna dirección. A la tarde las chicas ya se habían despertado y le preguntaron a ella si ya tenía sus cosas listas y si necesitaba algo que les pidiera. Tampoco entendió mucho pero no se animó a preguntar. A las seis volvió la gorda y le dijo que el cliente para ella vendría a las ocho y que se pusiera lo que le trajo, una pollera corta y una blusa que no sabía como le entraría ya que, a pesar de que era flaca, parecía para una muñeca. Beto le había pedido el documento para hacer los trámites de ingreso a la empresa, pero el no aparecía, así que se empezó a sentirse intranquila. Quiso salir con el pretexto de comprar algo, pero las chicas le dijeron que mejor pidiera permiso porque no le convenía empezar mal. Ellas no tenían permitido salir. Todo lo tenían ahí y, si necesitaban algo, lo tenían que pedir.


A las ocho menos diez tocaron la puerta y le preguntaron si estaba lista. Se encerró en el baño y se dispuso a esperar. No iba a salir si no le decían para que. Las chicas trataron de convencerla y le contaron lo que pasó con ellas. Que habían llegado con la promesa de un trabajo para cuidar chicos, que apenas vinieron les sacaron los pasaportes. Allí conocieron a Marita, que era argentina, era la mas rebelde y no la podían dominar. La tuvieron 10 días sin comer y como no cedía empezaron los golpes y ya hacía tres meses que no la veían, no sabía si la habían trasladado o había otras cosas peores que se comentaban. A las ocho en punto volvió la gorda y abrió la puerta del baño de un golpe. La empezó a cambiar a la fuerza, le ato el pelo y le puso una de las pelucas que tenían las chicas en unas cabezas blancas que estaban en un estante arriba de donde colgaban su ropa. Le puso la roja. Empezó a llorar y empezaron las amenazas. La llevó a la rastra a la sala que había al frente del edificio y la coloco frente a un gordo, de cachetes colorados y camisa transpirada que la miraba con ojos vidriosos. Tenía una mezcla de olor a sudor y vino rancio. Sintió que se desmayaba y no supo más. Cuando se despertó estaba en otro cuarto, desnuda. No podía levantarse de mareada que estaba, empezó a gritar y llegó un morocho grandote que la amenazó con pegarle. Así pasaron tres días donde no sabía donde estaba, entre sopores, no comía y le daban agua. Supuso que algo tenía porque perdía la lucidez.

Cuando le enseño su padre a andar a caballo tenía menos de tres años. Su yegua se llamaba Meli y la venía a buscar todas las mañanas. Golpeaba la ventana de su pieza y sabía que ella salía. Hasta que empezaron los robos y se la llevaron junto con otros seis caballos que tenían. Su padre recorrió todos los campos y fue hasta el matadero municipal. Ofreció pagarles para poder recuperarlos, pero negaron que los tenían. Una noche en el boliche donde iba a tomarse su copa diaria se enteró que el comisario del pueblo manejaba eso y le aconsejaron que volviera al matadero, a lo mejor tenía suerte. Cuando llegó el sereno le dijo que se fijara en la pila de cueros que había en el fondo y allí los encontró. Ya no tuvieron más caballos.

Su madre le había pedido que se comunique al teléfono de su hermano, en el pueblo, para saber noticias de ella. Estaría preocupada, porque nunca llamó y ya habría pasado más de una semana desde que había llegado. No estaba muy segura porque no tenía idea del tiempo. Los últimos dos días tenía fiebre y se despertaba en una especie de sopor que le hacía dudar sobre donde estaba. Las chicas se turnaban para ponerle paños fríos en la cabeza. Solo quería morirse.


Cuando llegó la policía no podía tenerse en pie, había adelgazado bastante. Solo recuerda una señora que le hablaba dulcemente y le acariciaba la cabeza. Le dijeron después que era la madre de Marita que cuida a su nieta y todavía busca a su hija después de 6 años que desapareció. Ya liberó a 19 chicas, pero cuando llega a los lugares donde estuvo su Marita ella ya no esta. Algunos dicen que la llevaron a Paraguay, otros que está muerta, pero ella sigue buscando. 

viernes, 8 de junio de 2018

TOC TOC...¿SE ENCUENTRA LA SRA. JUSTICIA?, Por Roberto Sutil para Vagos y Derecho (Taller Literario)


He vuelto a recorrer los pasillos de todos los palacios donde se amasa y se cocina la justicia, en ese peregrinar de trabajador, días atrás, me toco esperar en una Unidad Fiscal de Investigación un tiempo mayor al prudente y además de ver la degradación existente, me permitió vivir una situación de la que sólo fui un espectador. 

Un hombre humilde se acerco al mostrador de dicha fiscalía y luego de saludar a la empleada le dijo que venia a leer el informe de la autopsia de su hermano, la empleada le pregunto el apellido y buscó en la computadora informando que no estaba por apellido, que tendría que dirigirse a mesa de entrada general y que allí le darían un numero de IPP (investigación Penal Preparatoria). El hombre dócilmente acepto la recomendación y hacia allí se dirigió. Pasaron quince minutos cuando nuevamente se presentó ante el mostrador con el número de la investigación y con voz calma le explicó a la empleada que no lo encontraban por el apellido porque éste estaba mal escrito. Luego esperó el tiempo que la computadora tardó en ubicar por número la información que del sistema se desprendía. Mirando esa información la empleada le dice -usted que quiere saber, -mire señorita quiero saber como murió mi hermano y como la policía no me dio ninguna información en su momento quiero leer el informe, -la causa no se la puedo mostrar pero quédese tranquilo que ya se mandaron hacer todas las pruebas necesarias y se va a enterar de lo que determine la justicia. El hombre pegó media vuelta y con pasos dificultosos se retiró, sin ninguna respuesta válida. El había deslizado que no vivía en la ciudad y que el hermano cuando lo encontraron tenía algunos días de fallecido. Me quede observando como ese hombre ya mayor se retiraba de aquel lugar y como en su espalda cargaba la muerte de ese ser querido y me pareció encontrar en la curvatura de su cuerpo el sin sabor de la injusticia. No sé quien era el hermano, nunca sabré si se murió o lo mataron, lo que sí sé es que no era fiscal, no tenia contactos en la justicia, no era poderoso, no andaba en autos lujosos, no tenia una ex mujer en el alto peldaño de los magistrados, no había ningún fiscal organizando marchas, ni justicia alguna peleando la competencia, sólo era un tipo que en la caratula de la investigación ni siquiera tenía bien escrito su apellido.

jueves, 7 de junio de 2018

LA ULTIMA CURDA, Por Josefina Minatta para Vagos y Derecho (Taller Literario)

Solía llegar corriendo, sobre la hora, atropellando a las señoras que paseaban sus perritos por Avenida Rivadavia. Los artistas ingresábamos por la puerta de servicio de calle Rincon, por donde se descarga el café, el azúcar y las hormas de jamón. Subía las escaleritas caracol de roble, me sentaba en un banquito tapizado en pana y desenfundaba. Por cabala, mi bandoneon quedaba allí durante toda la semana. Tal como estaban las cosas, me parecía que sonaba mejor si quedaba custodiado por la mirada atenta de Gardel, sombrero compadrito y sonrisa a medias desde el cuadro central de la pared principal. 

Mi escenario era el altillo abalconado del café, revestido de madera y ángeles de bronce. Se me veía apenas desde las mesas, y tras de mi, una pareja tanguera me acompañaba desde un enorme vitraux con telón de terciopelo. Ellos bailaban con la cadencia de mis notas tristes, siempre las mismas. Sin embargo, solo la pareja de vitraux era capaz de percibir mis variaciones, mis errores, mis tonos mas alegres si aquel anochecer Victoria me había acompañado; mis sones melancólicos, en cambio, si se me daba por extrañar el rio Uruguay, o mi quiebre musical si la cana se había llevado a otro de mis compañeros de orquesta.
 
Desenfundaba, y sin mas, brotaba el tango que me hervía la sangre y se apoderaba de mi cuerpo maltrecho y flacuchon. Era un espacio de breve libertad. Un lujo de época, mi hogar.

El tango brotaba de mis dedos agiles y los clientes giraban la cabeza buscándome. A mi me entretenía observar la variada concurrencia. En las mesitas blancas de cedro y mármol se sucedían personajes insólitos, domingo a domingo. El viudo que iba a leer La Nación, tomar café vienes y matar el tiempo; la parejita de la merienda de las fai o clok, sanguchitos y tortas para ocho; la escritora, esa muchacha del tapado verde ingles que no miraba nuca las fotos de Pichuco y ni de Irigoyen, como hacían todos, ni las mayólicas despampanantes, ni la araña con caireles mas brillosos de la ciudad. Esa muchacha era mi fascinación. Escribía sin parar toda la noche, y al amanecer, cuando empezábamos a apagar las luces, cerraba su cuadernito, pagaba la cuenta, y antes que yo bajara la escalera, se había ido hacia la zona del Congreso, siempre por la misma vereda. Solitaria y final, hasta el próximo domingo gris. 

Mi escenario me hacia cómplice de momentos prohibidos, como cuando vi, escabullidos, ardientes, entre los telones bordó, a dos mozos besándose en la boca como locos; vi entrar a un ex presidente a tomar una leche merengada, vi la noche intelectual debajo de mis pies, pasión y música, la discusión embravecida de aquellos senadores que pidieron wiski y terminaron abrazados y rotos, sangrando contra las flores verdes del calcáreo; vi una actriz llegar en limonsina para vomitar de urgencia, iluminando como una sirena dorada, a su paso taconeante, desequilibrado y hermoso el pasillo de lámparas de bronce de ángeles con caras de demonios. 
Mi trabajo era tocar el bandoneon, pero la verdad, yo los espiaba. Me gustaba imaginar que harían al salir, adivinar que deseaban consumir al llegar.

La chica flaca de los rulos. De ella me gustaba adelantarme y vaticinar qué policial traería. Así, mirándola desde el balcón supe que era fan de Wallander, aunque traía bastante a Poe. Le encantaba el gin tonic con aceitunas. A menudo la veía en el subte, volviendo del Teatro San Martin, tomada de la mano de un antropólogo que había llegado del Líbano. 

A veces venía un contrabandista; yo marcaba los domingos que lo veía, porque sabía que llegaría el momento en que caería y no lo volveríamos a tener acodado ahí, con ese desparpajo seductor, el pelo largo y gris y su cigarro, su voz bien entonada acompañándome en "Sueños de Juventud". 

Algún que otro domingo venia un ex voleibolista, un pibe de la selección de Neuquén que pedía te de tilo y se sentaba junto al inmenso ventanal a ver el afuera. Pasaba el rato mirando la avenida. Solamente interrumpía si algún chiquilín colado buscaba monedas o comida. El les daba siempre unos pesos y su tostado, sacaba unos naipes y les hacia trucos de magia y chistes. Me caía bien porque los chiquilines lo seguían. 


II


Aquella noche la función había sido una fiesta. Yo había llegado temprano. Venía efusivo porque Victoria esperaba un hijo nuestro, me lo había dicho la tarde previa y no lo terminábamos de asimilar, nos habíamos metido en la cama vestidos, con ese frio de principios de junio para abrazarnos y dormir sin decir nada. Nuestro primer hijo. 

El café quedaba lejos pero llegue a pie, subí la escalerita y saque mi bandoneon. Quise empezar con "Por una Cabeza"; lo mire al Zorzal colgado ahi, enfrente mío, no se por que pero le agradecí la delicada suerte, como si fuera un dios o una divinidad pagana.

Empezaron a llegar turistas chinos, alemanes, señoras preciosas recién salidas de los salones de belleza, con tapados brillantes y estolitas de piel. Se oia el parloteo de la gente, el trajín de los mozos, el ruido de la vajilla alborotada en la cocina. Todo me distraía pero no me equivoqué en ninguna nota.

Galvez me arrimó una notita que no miré. Esa noche no hacia falta cortar temprano. Esperábamos un hijo.
 
Toqué sin descansar, me aplaudieron, pidieron bises, el ventanal que daba a Rivadavia me devolvía mi imagen, enaltecida delante del vitraux. Me sentía por primera vez feliz. 


III


Se fueron los últimos mozos, bajaron las luces. Yo terminaba de cerrar el estuche cuando los vimos llegar con las luces azules intermitentes, la ford en que lo cargaron minutos después, a punta de siete u ocho Fal. Yo nunca antes había visto un arma, no alcanzaba a comprender; uno se apareció de golpe junto a mi, diciendo pibe toca, toca o te boleteamos.

Como pude saque otra vez y vi que lo agarraban, gritaban quien es Viñas, quien es el encargado. 

"Soy yo" dijo mi padre mansamente.

No lo dejaron siquiera sacarse la chaqueta blanca. Yo desde arriba vi que lo empujaban, le pegaban en la boca del estomago, la música cesó. Uno de verde me obligó a seguir, macabramente pidió "Mi Buenos Aires Querido". Mi viejo, lo único concretamente vivo de mi sangre, humillado y reducido contra el piso.

En un hilo de voz grité "Soy yo, yo soy Viñas, me buscan a mi, yo soy el encargado, yo soy el bandoneonista, carajo, yo soy el que tocó la serenata contra el règimen".

Gritaba desesperadamente sin voz mientras lloraba. Tocaba del modo mas grosero las melodías mas sublimes.

Al lado de mi pie, con su letra temblorosa, el puño de mi padre en la notita de Galvez decía "Soñè que soy abuelo".

El tipo me apuntaba a la cabeza mientras los demás metían a mi viejo en el baúl, sin abrigo, sin testigos presenciales, esa noche de la helada infernal en que lo vi salir por ultima vez, como tantas madrugadas del Café Los Angelitos, cuando asomaba el sol en la ciudad herida. 




Josefina, 2 de junio 2018