lunes, 11 de junio de 2018

CLARA, Por Rita Barnia para Vagos y Derecho (Taller Literario)


Cuando llegó a la estación de Retiro habían pasado 20 horas desde que salió del pueblo. No había podido dormir casi nada. El tren venía completo y no pudo acomodarse muy bien en esos asientos duros. Era delgada y menuda, con el pelo negro y lacio que le caía sobre los ojos profundos y oscuros. Tenía una mirada desconfiada cuando alguien le hablaba. Desde que salió, cuando subió al tren, sentía en el cuerpo el sol a plomo del mediodía y la boca con gusto a tierra. Hacía como seis meses que no llovía y ya se empezaban a morir los animales. No había plata para comprarles forrajes y el agua ya estaba bastante escasa. No hubiera querido irse sino acompañar a su madre y ponerle el pecho a la situación. Ella ya estaba grande para seguir luchando y, aunque había pasado muchas penurias y malos tiempos, estuvo siempre acompañada por su padre y después por sus hermanos. Ahora la veía cansada, sin fuerzas, como mas avejentada y además ya solo quedaba su hermano mas chico en casa y no por mucho tiempo. Doña Elisa era una morocha alta, con apenas unas pocas canas a pesar de haber entrado en los sesenta, con el rostro curtido por los soles de tantos años, pocas arrugas para su edad y falta de cuidado y las manos grandes y ásperas. Los ojos parecidos a los de Clara tenían una sombra desde que había muerto su padre hace diez años. Ya no era la misma. No sonreía seguido ni cantaba como solía hacerlo apenas se levantaba, mientras preparaba el desayuno para ella y sus tres hermanos varones. Raúl, el mayor, se había ido apenas murió el viejo. Con la excusa que nunca le gustó el campo había aceptado una suplencia como docente en la ciudad y hacía unos años lo habían titularizado. Se había casado con una compañera de la escuela primaria que también trabajaba con el, tímida y triste, y tenían tres chicos que casi nunca veían. El del medio, Coco, se subió arriba de un camión porque según el era la manera mas barata de viajar y conocer el mundo y hacía como 3 años que no sabían donde estaba. Solo quedaba Andrés que con sus veinte años no iba a soportar mucho más en la casa paterna. Soñaba con irse como sus hermanos, no tenía todavía decidido donde, pero cualquier oportunidad que se le presentara iba a ser buena para el.

Era la primera vez que estaba en Buenos Aires, era una noche de enero y el clima de la ciudad la ahogaba. Aunque eran como las once parecía que nunca iba a refrescar, el calor salía del asfalto como una estufa. En su casa ya estaría agradable para dormir, con el viento moviendo los árboles. Cuando cruzó la plaza y tomó la avenida le impresionó la cantidad de autos. Miró hacia arriba y vio los edificios altísimos con los pisos todos iluminados. Se preguntó si la gente trabajaría hasta tan tarde. Que vida podrían tener. Cuando llegaran a su casa sus hijos están durmiendo, si los esperaba alguien. 

A su madre le llevo un mes convencerla de que aceptara el trabajo que le habían ofrecido. Que en la ciudad iba a haber más oportunidades, que podría ahorrar, que el dinero que les pudiera mandar a ellos le iba a servir mas que lo que pudiera ayudar en el campo y finalmente la convenció. Sabía que iba a extrañarlos pero lo tomó como un sacrificio, como una deuda que tenía que pagar por tanto cariño y cuidado recibidos. 

Apretó la valija que llevaba y empezó a caminar rápido, un poco asustada de la gente que pasaba a su lado. Le habían hablado bastante de las cosas que pasaban en Buenos Aires y estaba un poco sugestionada. Sacó de la cartera el papel donde Beto le había anotado la dirección y como llegar. No podía dejar de estremecerse cuando pensaba en el, se le aflojaban las piernas y se le oprimía el pecho. Había llegado hacía 6 meses a Laguna Bella buscando trabajo y a su madre le vino bien una mano mas. Le ofreció casa y comida y un pequeño jornal que podría incrementarse según como fueran las cosas. Tenía el pelo largo y rubio y unos hombros fuertes. Las manos no parecían las de jornalero, por lo menos los que ella estaba acostumbrada a ver. Eran suaves y fuertes, como para acariciar. La primera vez que se fijó en ella Clara iba para el aljibe a con los dos baldes diarios. Sintió que su mirada la atravesaba y pudo disimularlo muy mal. Siguió caminando y cuando se asomo al pozo parecía que todo le daba vuelta, que el agua giraba a una velocidad increíble y despedía colores. Fueron solo segundos y consiguió enderezarse porque seguro que se caía si seguía en ese estado.

Cuando bajo del colectivo y cruzó la calle vio la pensión que el le había indicado con una luz amarillenta en la puerta. Tocó un timbre roto que sonaba desafinado y después de varios intentos salió una mujer gorda y mal vestida que la miró de arriba abajo. Ella le preguntó por Beto y le dijo que el la estaría esperando, que el tren se había retrasado y que no pudo avisarle. Con el cigarrillo colgando de la boca y un olor ácido que le impedía respirar le hizo lugar para que pasara y con un ademán le indicó que la siguiera. La llevó hasta una pieza donde había tres chicas más que parecían extranjeras, maquillándose como para salir. La saludaron amablemente y le indicaron su cama. Eran dos dominicanas y una peruana. Les preguntó por Beto pero ellas le dijeron que no lo conocían, pero que se quedara tranquila que si el le dijo que viniera posiblemente apareciera a la mañana. Se recostó en la cama y estaba tan cansada que se quedó profundamente dormida. Tuvo unos sueños extraños donde aparecía Beto que la llamaba y ella corría y cuando estaba por alcanzarlo desaparecía. Se despertó transpirando a las 4 de la mañana, justo cuando entraban sus compañeras de cuarto. La tranquilizaron como a una nena y apagaron la luz. Cuando se despertó era bien entrada la mañana y se escuchaban toda clase de ruidos. Salió al patio y se enfrentó con la misma mujer de la noche anterior, que a la luz del sol parecía peor. Le dijo que esa noche iban a empezar con el trabajo. Cual sería, pensó Clara, ya que Beto le había hablado de una oficina en el centro, como secretaria y no le habían dado ninguna dirección. A la tarde las chicas ya se habían despertado y le preguntaron a ella si ya tenía sus cosas listas y si necesitaba algo que les pidiera. Tampoco entendió mucho pero no se animó a preguntar. A las seis volvió la gorda y le dijo que el cliente para ella vendría a las ocho y que se pusiera lo que le trajo, una pollera corta y una blusa que no sabía como le entraría ya que, a pesar de que era flaca, parecía para una muñeca. Beto le había pedido el documento para hacer los trámites de ingreso a la empresa, pero el no aparecía, así que se empezó a sentirse intranquila. Quiso salir con el pretexto de comprar algo, pero las chicas le dijeron que mejor pidiera permiso porque no le convenía empezar mal. Ellas no tenían permitido salir. Todo lo tenían ahí y, si necesitaban algo, lo tenían que pedir.


A las ocho menos diez tocaron la puerta y le preguntaron si estaba lista. Se encerró en el baño y se dispuso a esperar. No iba a salir si no le decían para que. Las chicas trataron de convencerla y le contaron lo que pasó con ellas. Que habían llegado con la promesa de un trabajo para cuidar chicos, que apenas vinieron les sacaron los pasaportes. Allí conocieron a Marita, que era argentina, era la mas rebelde y no la podían dominar. La tuvieron 10 días sin comer y como no cedía empezaron los golpes y ya hacía tres meses que no la veían, no sabía si la habían trasladado o había otras cosas peores que se comentaban. A las ocho en punto volvió la gorda y abrió la puerta del baño de un golpe. La empezó a cambiar a la fuerza, le ato el pelo y le puso una de las pelucas que tenían las chicas en unas cabezas blancas que estaban en un estante arriba de donde colgaban su ropa. Le puso la roja. Empezó a llorar y empezaron las amenazas. La llevó a la rastra a la sala que había al frente del edificio y la coloco frente a un gordo, de cachetes colorados y camisa transpirada que la miraba con ojos vidriosos. Tenía una mezcla de olor a sudor y vino rancio. Sintió que se desmayaba y no supo más. Cuando se despertó estaba en otro cuarto, desnuda. No podía levantarse de mareada que estaba, empezó a gritar y llegó un morocho grandote que la amenazó con pegarle. Así pasaron tres días donde no sabía donde estaba, entre sopores, no comía y le daban agua. Supuso que algo tenía porque perdía la lucidez.

Cuando le enseño su padre a andar a caballo tenía menos de tres años. Su yegua se llamaba Meli y la venía a buscar todas las mañanas. Golpeaba la ventana de su pieza y sabía que ella salía. Hasta que empezaron los robos y se la llevaron junto con otros seis caballos que tenían. Su padre recorrió todos los campos y fue hasta el matadero municipal. Ofreció pagarles para poder recuperarlos, pero negaron que los tenían. Una noche en el boliche donde iba a tomarse su copa diaria se enteró que el comisario del pueblo manejaba eso y le aconsejaron que volviera al matadero, a lo mejor tenía suerte. Cuando llegó el sereno le dijo que se fijara en la pila de cueros que había en el fondo y allí los encontró. Ya no tuvieron más caballos.

Su madre le había pedido que se comunique al teléfono de su hermano, en el pueblo, para saber noticias de ella. Estaría preocupada, porque nunca llamó y ya habría pasado más de una semana desde que había llegado. No estaba muy segura porque no tenía idea del tiempo. Los últimos dos días tenía fiebre y se despertaba en una especie de sopor que le hacía dudar sobre donde estaba. Las chicas se turnaban para ponerle paños fríos en la cabeza. Solo quería morirse.


Cuando llegó la policía no podía tenerse en pie, había adelgazado bastante. Solo recuerda una señora que le hablaba dulcemente y le acariciaba la cabeza. Le dijeron después que era la madre de Marita que cuida a su nieta y todavía busca a su hija después de 6 años que desapareció. Ya liberó a 19 chicas, pero cuando llega a los lugares donde estuvo su Marita ella ya no esta. Algunos dicen que la llevaron a Paraguay, otros que está muerta, pero ella sigue buscando. 

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