lunes, 25 de junio de 2018

EL HOMBRE IMPOSIBLE, Por Josefina Minatta para Vagos y Derecho (Taller Literario)



Federico Castillo conoció a Villarino en la bohemia noche de Buenos Aires. Por esa época, Castillo era habitué de La Giralda, un bar notable de la calle Corrientes, donde solía esperar la madrugada escribiendo poesía inspirado en Enrique Molina, o bien leyendo a Hegel. Algunas de esas noches eran dedicadas a una fervorosa discusión política. Convocaba a la juventud, que se le arrimaba, y el bar hacía las veces de sede de asamblea: Había que derrocar al régimen, erradicar el capitalismo, generar conciencia de clase, volver a discutir la reforma agraria. En esas reuniones, Castillo diseñaba, junto a otros, planes de acción que nunca se materializaban. Podría decirse que era un soñador con vasta audiencia. 

Solía acompañarse de una copita de Cubana Sello Verde; la última era siempre invitación de la casa: Invitaban por cortesía, y lo invitaban además a retirarse. Era hora de bajar la persiana. Castillo tomaba de buen grado el sorbo que restaba y se despedía hasta dentro de un rato, con los textos bajo el brazo, rumbo a la parada del 102 o el 37. 

En ese entonces vivía solo. Había tomado la decisión porque su amor por los libros había primado por sobre la paciencia que pudo tenerle su familia. Entonces había resuelto volver a la casona materna, deshabitada y antigua, de la calle Gutiérrez. Allí conservaba recuerdos familiares. Fotos, bombillas de plata, las armas viejas de su padre, las enciclopedias de la niñez. También estaban ahí, esperando la sucesión, varios cuadros originales de pintores exquisitos. Quinquela y Berni, Castagnino. Y su favorito, Ricardo Carpani. Lo único valioso de esa casa, decía Castillo, eran esas manos rudimentarias y obreras que evocaban a algún otro Castillo, compadrito y tanguero, y que pendían de las paredes amarillas. 


El 1 de julio de aquel año Castillo encendió motores. Elevó la voz, se puso colorado, y la furia le brotó de un modo tragicómico. Si no fuera porque apareció Villarino en escena, el intercambio terminaba en piñas. Había discutido con un antiperonista del PC que en cierto momento citó con ignorante orgullo la Junta para la Recuperación Patrimonial, un hecho infame a los ojos de Castillo, que se le fue al humo. 

De pecho y frente lo paró Villarino: Pará papá, no ves que es un pibe, no ves que anda incursionando… déjalo que saque sus propias conclusiones, ¿no ves que por lo menos piensa en política? 

Esa noche amanecieron allí, hablando de bueyes perdidos. A Villarino le interesó la dialéctica, así que se quedaron en el bar, cómodamente hasta el alba. A esa le siguieron varias noches de copas y pasiones. Escuchaban a Gardel o a Cafrune en la fonola y algunas veces probaban al billar, donde ahí sí, Villarino se lucía con aires de pavo real, esperando impresionar al escaso público femenino. Cuando había futbol, la cita era mas temprano. Castillo era fanático de River. En cambio, a su amigo, el futbol le daba lo mismo. 


Aquella noche, Castillo llegó mas tarde que de costumbre. Contó que venía de reunirse con los jefes. Que la cosa había cambiado. Que ya no se precisaban abogados como él, empecinados en hacerles cumplir las leyes a los bancos. Le dijeron que la actividad bancaria era fundamental para el desarrollo de un país, que sin ir más lejos, sin bancos nadie cobra el sueldo. ¿Entiende, Castillo? En este organismo vamos a ayudar la actividad bancaria, no la vamos a entorpecer, vamos a acompañar el verdadero desarrollo para un floreciente progreso. 

Su trayectoria contra la criminalidad económica se le había volcado en contra. De nada serviría explicar que el no estaba opuesto a los bancos sino al abuso de los bancos. 

Le ofrecieron irse a la biblioteca de un ministerio. Castillo les cantó las cuarenta. Les dijo que así no era posible erradicar la corrupción, que las cuevas financieras eran impunes, que fugaban capitales al exterior, que eso perjudicaba la economía nacional, les dijo miserables hijos de puta crápulas gorilas cipayos entreguistas antinacionales lamebotas del FMI. Amenazó con denunciarlos a la prensa y a los gremios. 

Ja, ¿Qué prensa? ¿Qué gremios, Castillo? Tosco murió hace rato… 

Era eso, o un sumario administrativo cuyas razones ya pensarían. 

Aceptó finalmente la biblioteca como fatal destino. Después anduvo vagando, errante y vacío, por el centro que sabía querer. Llevaba treinta años de su vida incorruptible luchando contra el delito financiero. Se consolaba, sin embargo, de soñar sus últimos años entre libros. A fin de cuentas, Castillo amaba los libros. Lloró amargamente, no por la biblioteca que lo esperaba sino por la impotencia de saber que por fin habían neutralizado al último heredero de Baigún. Ya no quedaban quijotes vivos para detener a la impunidad financiera. En cierta forma, estaba viviendo su propio duelo. 

A medianoche encontró al amigo en la mesa de siempre, acodado en el mármol blanco de la mesita del fondo, y lo invitó a su casa. Juntos bebieron vodka y pisco por igual, hasta quien sabe cuándo. 


Cuando abrió los ojos, caía la tarde y sintió el invierno sin estufa. Se vio a sí mismo hecho un ovillo en la alfombra de cuero de vaca traída de Entre Ríos, rodeados de botellas vacías, vasos desparramados, un vinilo partido en dos. Quien sabe por qué vuelta iría el disco de Billie Holliday. Se había meado encima y le faltaba una media. Se le partía la cabeza y apenas alcanzó a llegar a la pileta de la cocina a vomitar sobre los trastos sucios que tenían ya dos o tres días. 

Buscó, como pudo, unas sales efervescentes en el cajón del modular y agua fría para bajar la resaca. Sentado en la mesa de la cocina, observó el caos de la casa, muestra cabal de su miseria. Recordó que había llorado, que habían escuchado a Jorge Falcón, a Manzi en su poética. Miró el desorden de la casa. Las copas, las botellas, el disco roto. Ahí se dio cuenta que había algo mas. Las paredes estaban inmensamente amarillas y los clavos desnudos denunciaban lo peor. Faltaba Carpani y faltaban los demás. 

Maldito Villarino. 


La policía llegó inmediatamente a invadirlo todo. Huellas, fotos, flashes, precintos, peritajes, testigos de procedimiento. En la puerta de calle se amontonaron las chusmas, tratando de averiguar si Castillo había partido a mejor vida o estaba acusado de algún delito menor. 

Lo interrogaron como dos horas. 

¿Por qué había varias copas usadas si solo vino su amigo? 

¿Usted bebe con frecuencia? 

¿Por que no sabe el domicilio de su amigo? ¿y el nombre de pila? 

¿En qué carácter trae a su casa a personas cuyo nombre desconoce? 

¿Tiene testigos del hecho? 

¿Viajó recientemente a países árabes? 

¿Cómo piensa probar ser dueño de las obras si no tiene los títulos de propiedad? 

¿qué pruebas tiene sobre la existencia de esas obras? 

¿las obras estaban aseguradas? 

¿Usted es gay? 

¿Consume drogas? 


Castillo echó a patadas al oficial de policía. No le sorprendió tanto que pusieran el foco de sospecha en la víctima. En cierto modo, la profesión lo había acostumbrado a esas grotescas formas. Su paciencia se agotó cuando fue acusado de ser poco diligente en la custodia del arte: Los cuadros se guardan en el banco, Castillo, le dijo graciosamente el jefe del operativo. 

¿En que banco me sugiere que confíe? ¿En el que fuga la guita a Delaware o en el banco chino que fugó a Bahamas, jefe Gorgory? En el banco me recontra cago, le seré muy sincero, pedazo de gil. 

Cuando le estaban labrando el acta por desacato, simuló hablar con un ministro. La cosa quedó ahí, pero la policía, estaba claro, no se esforzaría en buscar sus cuadros. 



Poco tiempo después lo citaron de juzgado. Le pedían los papeles de las obras, año, firma, valuación, estado de conservación, datos del imputado, testigos del hecho, ultimas tasaciones, críticas de cada obra. Si tenían novedades, lo llamarían. 


Villarino, como era de suponer, desapareció del mundo y Castillo retomó parte de su rutina de escribir poesía, pero modificó los horarios. Ahora prefería las tardes soleadas y el mate cocido. Caminaba algunas cuadras por la avenida, repleta de librerías y teatros. Hurgaba por deporte en las mesas de saldos y miraba de lejos las vedettes de las marquesinas. Después pedía un sanguche de pan francés con salame y manteca. A veces se encontraba con Ivanna, una poetisa amiga radicada en Paris que solía volver de tanto en tanto. Fue ella quien esa tardecita le dio la pista. Había visto sus cuadros a la venta, en una paquetona galería sobre Parera. Había tomado fotos con su celular, simulando estar interesada. Los vendían a un fangote y no había duda. Eran los suyos. 

Con la data precisa y el móvil en mano, se fue hasta la tercera a pedir que rescataran los objetos del robo. 

Los agentes le dijeron que sin orden no podían allanar la galería, que había que preguntarle al juez, que se necesitaba un abogado, que si realmente estaba seguro que eran suyos… Finalmente Castillo los convenció, y allá marcharon, a la recoleta galería. Se trataba de una verdadera referencia del arte local, ubicada en un exclusivo rincón de la city. Su dueño era más conocido por su afición a las fiestas pomposas que solía ofrecer en Tapalqué que por su cultivado espíritu. Cuando entraron al local, el dueño no estaba. Sin embargo, colgados, restaurados y sublimes, allí estaban los cuadros de Castillo. 



Los policías llamaron al juez, que dijo que había que esperar al otro día. La encargada del local pedía por favor que la policía se retire del lugar, que resultaba una verdadera vergüenza acusar a una entidad de prestigio, que demandarían al responsable de esta farsa. 

Temprano en la mañana siguiente, Castillo se presentó al juzgado con el escrito: Encontré mis cuadros, señor juez. Resulta evidente que la mencionada galería se dedica a la compraventa de arte robado, por lo que solicito se impute como autor del hecho a su dueño y se restituyan las obras a mi persona, ya que soy su verdadero dueño. 

El juez lo atendió muy amablemente. En tono exageradamente cordial le explicó que el galerista se había presentado de inmediato a estar a derecho, que había mostrado unos papeles que lo acreditaban como dueño y que había pedido ser designado tenedor de buena fe. Le sugirió que la base del problema era tener los cuadros en la casa, sin registrar, y que además no había avisado a Interpol para anotar las obras como robadas. El galerista consultó a interpol antes de comprarlas y no figuraban con pedido de captura. Por tales motivos, dijo el juez, me veo en la obligación de consignar como depositario judicial hasta que todo el hecho se dilucide, al galerista. Tiene que comprender, Castillo. Es un hombre muy serio. Las adquirió de buena fe… En definitiva, mi amigo, usted no me trajo los títulos que lo consignan como dueño, no trajo testigos, no trajo siquiera el nombre de pila del tal Villarino. Los cuadros de valor se guardan en el banco, Castillo. Usted entenderá. 

En ese instante comprendió que era de una enorme inocencia de su parte intentar caminos legales. Se sintió iluso como abogado recién recibido. Así que cortó por lo sano. Se despidió en todo amable, casi burlesco de su señoría, y decidió que haría justicia por mano propia. 




El primer paso de su plan fue volver a la bohemia. Eso lo acercaba al mundo intelectual y artístico de la ciudad. En esas veladas de encuentro con otros escritores, escultores y poetas se dedicó a desprestigiar a esa cueva del arte robado. También relató con detalles el proceder del galerista estafador a cada cliente del bar notable. El método daba buenos resultados porque Castillo era un referente under de la cultura y además provenía de una familia de estirpe, que, aunque venida a menos, conservaba el estilo y las influencias. Los compradores de arte descreyeron velozmente del devaluado galerista y según dicen, jamás logró ubicar las obras de Castillo. Un caño de agua del piso de arriba explotó sobre la exposición, inundándola hasta los dos metros y causando pérdidas irreparables al singular dueño. Esa fue su mayor justicia. 


De Villarino volvió a tener noticias a través su hermana María Eugenia. Castillo lo supo cuando la hermana, embobada, le dijo que conoció un adorable señor. “Tendrías que conocerlo, vende perfumes exóticos europeos traídos especialmente, en versiones limitadas. Es importador y exportador. Me llenó de halagos, dice que mi belleza es única y que soy inteligente; es muy buen observador. Se dio cuenta que, de todas, soy la única que no guarda el dinero en la cartera. Es un hombre sumamente encantador, cultísimo, Federico. Fuimos a la terraza del Café París y entonó “No habrá Ninguna Igual…” 



Castillo tuvo una clarividencia o una corazonada. Era el tipo. Con las pistas de María Eugenia, lo descubrió infiltrado en la fiesta del Rose Door, adonde iban las chicas de la sociedad porteña a bailar. 

Villarino vestía ahora una pilcha de dandy y desparramaba sonrisas y perfumes por igual. Decidió observarlo antes de actuar, desde lejos y atrás de un cortinado bordó de terciopelo, como el de los teatros. No había diseñado un plan y ver otra vez al rufián lo puso nervioso e inquieto. Tenía que pensar bien antes de abordarlo. 

Lo vio acercarse a las mesas de las señoritas, acariciándolas con descaro, tomarlas de la cintura, acercarse a todas más de la cuenta. 

A rato de verlo descubrió que les robaba el dinero de las carteras, en combinación con una moza. El las entretenía. Ella abría los bolsos aprovechando el descuido. Después lo vio perderse en los jardines del Rose Door y decidió seguirlo. 


La siguiente parada de Villarino fue por el bajo, en un barcito cercano a Retiro. Allí lo vio entrar y encontrarse con la camarera del Rose Door: se repartieron dinero y después lo vio besarla en la boca. La muchacha parecía joven y bajita. Se la veía felizmente impresionada por Villarino. El hablaba y ella reía. Castillo añoró esos días en que también él era querido. 

A eso de las ocho la muchacha lo dejó solo. Desde la puerta del boliche le tiró un beso y le gritó “adiós, Maurice”. 

Esa fue la primera vez que Castillo escuchó el nombre del tipo. Pensó que no podía llamarse Maurice, porque con Villarino no combina. 

Supuso que podía ser un alias, un apodo, un nombre de guerra. A fin de cuentas, Villarino había sido una farsa. El nombre que le dio a la chica también debía serlo. 

Agazapado atrás del pizarrón que ofrecía guiso de lentejas, lo vio pagar, tomarse de un saque el último vino y ponerse el sobretodo verde ingles que (pensó) también sería robado. Lo vio salir y lo siguió, a pie, por esa callecita oscura y solitaria. Llevaba consigo un facón antiguo, por las dudas. Lo tocó por debajo de la camisa para sentirse protegido. 

¡Villarino, Alto! Le gritó. 

El hombre siguió, sin inmutarse ni darse vuelta. Tampoco apuraba el paso. 

¡Maurice, soy Castillo! 

Lo alcanzó, tras aligerar su propia marcha, casi corriendo. 

El hombre se dio vuelta y lo miró como quien mira a un maleante. Estaba diferente, sin dudas. Se había rapado, llevaba lentes y aquel sobretodo pituco que también olía a perfume caro y distinguido. 

¡Como me cagaste, traidor de cuarta…! 

El hombre sonrió, sin perder la estampa ni la paz inalterable que Castillo no supo interpretar. Lo enfrentó a los ojos y le dijo unas palabras en francés que tampoco comprendió. Era su voz. Su maldecida y acariciada voz. 

El hombre giró sobre sus pasos y continuó su marcha, solitaria y lenta, empedrado arriba por Basavilbaso. 

Un desorientado Castillo lo vio perderse, verde y mystérieux, en la niebla de la noche, dudando que fuera él, o un ruin ladrón, o aquél pulido señor francés, o un fantasma más de la incierta ciudad. 



Josefina Minatta, julio 2016 

































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